Fuerza Centrífuga

   Sarduy, como pocos maestros y -al mismo tiempo- casi todos los que he leído con cierta consciencia (o inconsciencia, que viene a ser casi un método, por grotesco que parezca), tiene una escritura centrífuga. Tanto más uno se acerca a su “centro” de escritura (en tanto creemos estar en él o su periferia), más violentamente nos expulsa. Esto que escribo ahora ha sido el resultado de lecturas semejantes, como la de Joyce, Faulkner, Perlongher, Eltit, Lamborghini, Dante Alighieri, entre otros. Cervantes sea, acaso, la Centrífuga por antonomasia, o bien La Odisea, viaje donde empiezan  casi todos los viajantes literarios. ¿Qué quiero decir con esto? Lo contaré con mi primera experiencia “consciente” de estar en contacto con una literatura -o más específicamente, una escritura- centrífuga:

   Leía por primera vez a Faulkner (As I lay dying) y, a medida que leía, la ansiedad devino desesperación y ésta en una sensación de pánico que se volvía totalizante. No se trataba del pánico a la muerte ni mucho menos un sentimiento de angustia desproporcionado. En realidad, su nivel de concreción tenía, al mismo tiempo, la pequeñez cotidiana, aplastante; y la voraz y azarosa indeterminación de la vida misma.

   En consecuencia, el pánico venía de lo inmediato, y más que un peligro, era un hecho del cual mi arbitrio no tenía influencia alguna. “La única libertad yace en perder el control”, fue lo que vomité a mis adentros. No somos nada, le dije a mis amigos, un poco repitiendo el mantra que habíamos conjurado como lectores furiosos y algo inocentes aunque, al mismo tiempo, desconfiados hasta la perversión. Era imposible para mi no mirar las cosas- entonces- desde ese prisma: una muerte cuyo horror -para la difunta- era haber vivido de oídas la procesión que transformó a la familia entera en un delirio. Como aquel cuya revelación aparece en la sopa de letras en la soledad de su hora de almuerzo, había llegado al final del libro comiendo en el patio de comidas en un mall, y todo de pronto me pareció repugnante y agridulce, sobre todo porque, de alguna manera, me sentía escindido de esa mecánica dantesca del engordar como las vacas en la llanura del fast food, y al mismo tiempo vendía libros en una supercadena de librerías cuyo lema era “Vender es la consigna”.  No vale la pena entrar en más detalles porque no se trata de un análisis de mercado o de sociedad, o tal vez sí, pero radica en las implicancias sociales que un tipo de escritura puede tener, llegando a congeniar tanto con el entorno del cual el lector -a veces- escapa, provocando un sentimiento casi voraz de despojo y desnudez, que la rutina que tanto amamos o asumimos comienza a estrangularnos hasta el borde del trastorno.

   Otra lectura similar: el final del libro de Joyce The portrait of an artist as a young man en la hora más furiosa del centro comercial: el cierre. Tenía una reunión con el equipo de trabajo, y  mientras me comía un sánguche, cerraba el libro después de haber pasado por el torbellino de lucidez en que Stephen Dedalus abraza su destino como si la muerte en la última hora, como nos dicen y nos hacen creer que la paz conduce a la muerte sobre el semblante del difunto, extendiéndose a los deudos hasta que el duelo los transforma y desfigura. Nuevamente, no cabía un alfiler en mi espíritu, hinchado y sediento de algo difícilmente entendible, acaso inútil de nombrar.

   Luego de la reunión, salí con mis dos amigos a caminar y beber, como era nuestra costumbre. No somos nada, les digo a penas salimos del edificio, y me largué en una perorata que ellos leían embelesados. A los cuatro puntos cardinales, mis palabras y mis brazos, mis gestos y mi aspiración frenética (nunca paramos de caminar y no me callé hasta llegar al bar) intentaban construir un relato irreconciliable con el libro y las sensaciones, un momento tan bello como inútil. Es la vida – me contestaron- ahí está. Y es cierto: a veces las imágenes más ridículas pueden estar revestidas de un significado infinito hasta lo terrible, hasta reflejarse en frases tan forzosas como aquélla. Puedo decir sin miedo, que el torbellino duró tanto que, al día siguiente, me lancé sobre las páginas del libro por segunda vez y terminé, en dos días, lo que me había costado digerir en 6 meses. A partir de ahí, los libros comenzaron a ser algo así como una dieta, llevándome a invertir un tercio de mi sueldo todos los meses en comprar y conseguir libros en la biblioteca y fotocopiar otros tantos que ni siquiera recogí por falta de tiempo y porque, justamente, tenía encima otra demanda más poderosa -incluso- que la literatura. Era la vida, Mi vida, sofocada por mi, pidiendo a gritos caminar y perderse. El tiempo, las circunstancias y las páginas con las que he tomado distancia, me han hecho pensar que haber vagado como lo hice en virtud del mapa, escribiendo en mis papeles sueltos y libretas como si estuviera trasvasijando el océano con el cuenco de mis manos, no me ha producido una debacle mayor a la del tiempo, y ha puesto -en las páginas que he ido descubriendo, en las que escribo, en las que imagino viniendo por todos los frentes-  con los años la dureza y las tripas necesarias para, todo el tiempo y hasta decir basta, subirme a la mecánica del mundo, que es, a fin de cuentas, la centrífuga del Arte, otra manera de llamar a la Vida.

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