Espectro:

Sobre “El Picadero”, de Adolfo Couve

Claroscuro, delicado equilibrio que siempre amenaza con quebrar el contenido, pero se diluye, tanto en la luz como en la sombra que devora las intenciones: tal vez alcance para ilustrar lo que “El Picadero” (Tajamar Editores, 2014) de Adolfo Couve (1940-1998) propone. La circularidad del picadero, el anacronismo de una familia que vive suspendida en el tiempo de un Campo Chileno que marcha con sus propios soles, el tono decimonónico cuya solemnidad pone en relieve la fragilidad de las vidas entrelazadas en la historia, todo decora el prosopon con que se vive la tragedia personal de los personajes, atados -en definitiva- bajo el mismo yugo: la endeble pasión que desata el poder.

            El contraste entre la mesura de Blanca Diana y la soltura con que Raquel se entrega a la vida habla de dos aristas que la aristocracia retratada en el libro (trasunto de la oligarquía de aire provinciano, genio corto y horizonte reducido propia de nuestra región) no oculta y, sin embargo, exhibe sin alarde: ambos extremos contienen una desfachatez que articula, precisamente, Sousa y sus excesos. De mujer en mujer, como un mendigo, busca lo que no conoce y, sin embargo, lo espera en los brazos de Blanca Diana: la piedad que un miserable no sabe conseguir.

            Finalmente, la imagen del niño perdido que el protagonista ofrece como una metáfora (múltiple), es también la explícita añoranza, perenne en donde la alcurnia añora un espacio que nunca habitaron y, sin embargo, vivieron por alcance. Como la onda expansiva de una piedra que cae en un lago, la desgracia de la que escapan – como la gloria que nunca tocan- los conecta con un origen que desconocen tanto como imaginan. Y la penumbra del trazo envuelve la última bocanada de luz, ad infinitum.