Don’t try: Sobre “Salón de belleza” de Mario Bellatín

Prefiero ser de piedra, estar oscuro,

a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreír

G.R.- Contra la Muerte

Los versos de Gonzalo Rojas son elocuentes en “Contra la Muerte”, y trazan un manifiesto en donde la vida florece y ataca. Poder decir que Mario Bellatín (1960) traza una línea igual evidente respecto de la muerte – más precisamente, del ir muriéndose–  en “Salón de Belleza”  (Alfaguara, 2013) es resbalar en el fango.  La línea temporal que puede sacarse en limpio, aunque no rotunda, cuenta la historia de alguien regenta un moridero que alguna vez fue salón de belleza, su pasión por los peces y sus aventuras nocturnas vestido de mujer. 

            No hay muchas cosas claras en esta novela. A decir verdad, su elocuencia radica en la virtud del balbuceo, mas no desvarío: mientras uno constituye decir las cosas de manera inconexa, de a mitades, el otro representa el quiebre total de la lógica, una afrenta al sentido común. Y justo en el medio, Bellatín clava la bandera y cuenta, a partir de la fascinación por los peces, cómo dirige el lugar donde la gente va a compartir la soledad mientras se muere sin remedio. Porque ese es otro elemento que carece de maquillaje y cuya substancia es precisamente su desamparo, es la permanente soledad del relato: mientras la compañía como elemento de sus aventuras es una mera circunstancia en el tejido de la historia, para los enfermos es una condición en la cual hasta el estoicismo es una carencia.“Lo triste son las formas”, dice el narrador en un momento, revelando la única arista –diríase- emocional de la historia: todo lo que se diga será en vano porque la muerte llega como llegan los días, irremediables, atados a los ciclos más naturales que metafísicos. Morirse, para el ex-estilista, no es más que un trámite para el cual él provee una sala de espera. Y ese acto, desmaquillado del fácil heroísmo (de hecho retratado en las Hermanas de la Caridad), es un acto de humanidad, acaso el único presente en el relato.

            Hacia el final de la historia, cuando ya ha repasado la muerte de los peces, su secreto amor con el joven que transportaba droga y los pacientes que llegan a morir sin detenerse, el narrador se detiene en su propia enfermedad, punto de fuga desde el cual traza los planes para acabar con todo, incluso él mismo: la reorganización del salón de belleza, teniéndolo a él como único despojo. Lo triste son las formas, vuelve a resonar no en el relato, pero sí entre sus líneas.

            En definitiva, las posibilidades que ofrece “Salón de Belleza” no se acaban en los múltiples argumentos que levanta como el polvo en los desiertos, sino que se renuevan con frase ya citada a modo de contraargumento. Como sea, “Lo triste son las formas”, y no cabe más acción, sobre el papel, la historia y la desconfiada lectura que se repite en cada lector, que leerla fuera del canon, si eso es posible, el tiempo (y espacio) oscuro desde el cual es necesario salir, o hacia el cual es necesario internarse. 

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Caleidoscopio: sobre Buenas Noches Luciérnagas de Héctor Hernández Montecinos

Un caleidoscopio no sólo multiplica una imagen, sino que aumenta las perspectivas desde las cuales observar el mundo. Esta multiplicidad, llevada al ámbito de la escritura, puede mover los límites de la misma, si acaso no los borra. Tendidos sobre estas líneas, Héctor Hernández Montecinos (1979) ofrece en Buenas noches Luciérnagas. Materiales para un ensayo de vida(RIL, 2017) un manual de desarme que no sólo permite la lectura múltiple, sino que extiende los límites de aquello que podemos leer y  -quizá- pensar sobre el oficio de la escritura.

Para leer este libro hay que atacar por varios frentes. No se trata de agotar sus lecturas, que pueden ser tantas como sus lectores, sino de localizar aquellas que permitan un salto interactivo a todas esas otras, potenciales perspectivas.

Como testimonio, el libro da cuenta de un camino de formación y deformación del sentido de un poeta, en tanto que figura de la articulación social, artística y política. Como dispositivo documental, el libro es una vista panorámica –aunque con una clara perspectiva- del oficio en Chile y sus alcance-diálogos-circuitos en el resto del continente. Como tema de discusión, puede serlo todo y por lo mismo, por levantar tanto polvo, es imposible dar con una arista. De ahí que la idea de perspectiva se reitere desde el comienzo: buscar el punto de fuga desde el cal agarrarse es fundamental para “dar con un método” de lectura que permita entrar en el libro.

El lector que requiere este libro debe estar comprometido con la multiplicidad fluida que subyace en la literatura. De contorno nebuloso, sus distintos apartados son sencillamente una serie de piezas intercambiables, y hasta podríamos especular con que el orden del libro responde a una intuición o bien es un hecho espontáneo. Y por intuición se habla de aquella que cala los huesos, la que revela el todo con una claridad que quema, una intuición total y poética. Dicha intuición no puede ser un mal elemento si se toma en cuenta de que este libro intenta tensar aún más los límites de cada género, de diluirlos en vez de mezclarlos.

El autor recorre la densidad de cada contenido, y por lo tanto somete cada parte a una separación de fases donde cada elemento tiene su propio color y, por lo mismo, profundidad.

Este libro, en virtud de ser llamado como tal, ofrece un temario de conversaciones  y-pareciera- que aunque lo tiene, reniega de su hilo conductor: el estado de la condición de Poeta respecto de una sociedad y el lugar que se hace (quizá) según el rol que decida jugar. Sólo nos queda girar el lente e ir descubriendo los matices que ofrece.

Servir para otra guerra. Sobre Abandono, de Jonathan Guillén Cofré

Hay quienes dicen que se lucha para sobrevivirse a sí mismo y terminar muriendo en manos del destino, cumpliéndolo. Los escenarios son siempre inciertos en esta perspectiva, y caben, en sus posibilidades, el triunfo o el abandono. De éstos, el segundo requiere una cuota acaso mayor de heroísmo: no sólo se abandona aquello que no puede combatirse o superarse, también se abandona lo que uno fue cuando ocurrió la debacle. El refrán popular que soslaya la fuga, en esta reseña, se reformula para indagar en el retrato (inconcluso) de la reconstrucción humana que Jonathan Guillén Cofré entrega como uno de los elementos posibles en Abandono (Editorial Navaja, 2017), su nueva entrega.

Casi fotográfica, la serie de poemas de autoexilios traza una línea de observación utilizando el extrañamiento como método de abstracción de aquello que el poeta decide abandonar. ¨Lejanos son los rincones de la infancia,” propone el poeta, y más tarde dice “afuera el camino y la muerte.” El poeta, buscando lo otro que puede llegar a ser, vuelve la espalda a aquello que se es en las imágenes desgranadas en cada poema de esta sección. Para ello, utiliza la sospecha –y no la duda, más gentil, de cínica diplomacia- como trayectoria de aproximación al mundo al que, se adivina, ha decidido hacerle la guerra: “Pero son una trampa las fronteras/cada uno carga sus muertos,” señala en “Autoexilio 4”, indicando los problemas domésticos como una arista de los problemas profundos de quien abandona y se desplaza. Es en esta vorágine que el hablante, además de acusar el movimiento, se vuelve una víctima del mismo y –quizá- de su propia sospecha: “No recuerdo/el minuto exacto/donde todas las trayectorias/me condujeron lejos,” apunta, azorado, el poeta que mantiene un punto de apoyo en la memoria, con la cual empuja su mundo en constante arrebato-reformulación: “pero yo los convoco/cuando camino/por estos desiertos/por estas playas/por las carreteras/en ambas direcciones/pero siempre lejos de casa/día y noche/solo.”

En Abandono, corazón de este retrato, la aventura no existe sino en su trastienda. “Cada vez se está más solo/las mujeres palidecen/se apagan como este lucero por las mañanas/una de ellas se olvidó algo de ropa,” va contando en “La pérdida,” mientras en “Fiebre” deshace la murete como suceso revelador, aunque es, al mismo tiempo, punto cardinal de aquello que se hace necesario –para el hablante, para este libro- para entablar la nueva perspectiva que se busca: “El hombre/no ha descifrado ningún secreto/todo sigue guardado en los cajones primitivos/de la condición humana.”

Hay también una tensión entre el recuerdo, la nostalgia y el presente del hablante. “Las playas” ofrece una perspectiva de la evocación que se basa en una escaramuza que acentúa, en todo caso, la necesidad de abandono constante del poeta en este trabajo. A partir de ello, la incompletud con que el poeta se expone al mundo –una vez que el abandono fue posible- se transforma en un ente victimario que en ningún momento martiriza y, sin embargo, señala un rasgo si no heroico, al menos loable: “no importa tanto la frontera que cruzas/cuando escapas de ti mismo/o de lo que fuiste para otros,” marca –sin esperanza, sin derrota- el poeta en “Todo sucede lejos,” parte de Lejanías, última sección de este trabajo.

El extrañamiento como antagonista del poeta; el desarraigo como metonimia del extrañamiento. Repitiéndose, ya consolidado, el poeta es el único artífice de su tragedia y, por lo tanto, el único portavoz de esta palabra inconclusa, mas no incompleta. “Vivir fuera en otro Pacífico” hace de colofón a este retrato, que marca un camino que, aunque visto, es poco transitado en la palabra actual y que atiende a una escuela que deposita en el componente humano la medida de las cosas del mundo que insinúa. El extrañamiento, la enemistad con el medio, el antagonismo con la memoria o la brutal resistencia al miedo como vías de tránsito poético, van zurciendo en Abandono una cicatriz que provoca tanta fascinación como sobresalto. En virtud de conocerse, el relato demanda lo que toda poética debiera exigir para ser vivida: el atrevimiento más allá del vértigo que involucran sus líneas. “sólo accedo a perderme/a ir y venir entre las habitaciones/y no saber dónde estoy,” y asimismo, nos perdemos todos en estas páginas, sin heroísmo, sin esperanza.

 

Retrato Hablado: 14 aproximaciones a «Alamiro» de Adolfo Couve

 

“Es el primer plano el que hiere mi corazón”

 

Detrás del papel se adivina un trazo. El trazo, más allá del papel, se deshace en la penumbra. Un relámpago revela otras sombras, pero no se alcanza a ver si alguien pinta o escribe. Tamaña es la sensación que queda después de leer Alamiro de Adolfo Couve, un retrato hablado que a ratos insinúa un abismo al cual sólo queda lanzar antorchas. Aquí, catorce notas que figuran el azoramiento que atraviesa este trabajo.

 

  1. La imagen dialoga con el narrador. El narrador, como en un salto de cuerda, se sube al ritmo y traza la imagen. La ambigüedad tensa el arco del relato en imágenes simples, abiertas al viento que, elemento ocasional, dirige el sonido en las acciones.

 

  1. Hay un ejercicio de cosificación a través de la metáfora en el cual se convierte a la humanidad en otro accesorio del paisaje. “Mi padre es un impermeable blanco en el andén,” dice, y ya es lo mismo que una maleta. El reconocimiento orgánico del elemento humano permea la composición de una organicidad donde los elementos dialogan horizontalmente y en línea (hasta) independiente.

 

  1. El rito es un elemento que concentra la energía espiral del relato. Cada episodio es un ciclo que no deja de repetirse, pero se suma con fuerza a otros ritos: la misa, crecer, las separaciones, las cartas periódicas. “Como de costumbre el domingo es un día increíble,” “Grito de guerra que subirá escalas y escarbará cajones: ‘a misa, a misa’,” frases como preámbulos que se suspenden en el punto, respiro o abandono del narrador, memoria a ojos cerrados que de pronto se abren.

 

  1. El rito, por lo mismo, establece un patrón, que a su vez es persistencia. La persistencia, finalmente, será el método por el cual el narrador se hace al mundo.

 

  1. La clase es un componente constitutivo del personaje. Sin nombre claro, su marca distintiva es un artículo que marca su cotidianeidad y, por lo mismo, su mirada diaria del mundo: “- Mamá, esta chaqueta me queda muy grande/ -Verás que todos tus compañeros tendrán uniformes ‘crecedores.’” Además generacional, la marca hecha por la imagen es un retrato múltiple, una foto del diario, una fila, una conversación familiar. Por lo mismo, el medio es un elemento coercitivo en el cual la madurez es una exigencia observada a través de la asimilación o la vergüenza: “Mamá, hay que pedirlo en inglés,” responde el pequeño después de ser devuelto a casa.

 

  1. El viento es un elemento que revela tanto como desfigura o deshace. “Mi hermana en camisón atraviesa la noche y me trae el viento que hacía temblar los paltos,” imagen que diluye la escena misma en la que los acontecimientos suceden. Algo similar ocurre cuando describe la insolencia broncínea de “un padre de la patria” enfrentando al viento que “se arremolina al cielo para dispersar la Vía Láctea.” Sonido y motor, el viento perfila, pule aquello que el narrador-dibujante-pintor va adhiriendo al papel febril.

 

  1. Luz mediante la obturación, la apertura de la luz en la penumbra como párpado abierto sobre los personajes, los pensamientos, sobre los trazos del relato casi transversalmente. La luz, finalmente, como síntoma del color que ataca el recuerdo de quién narra: “Somos dos puntos mínimos bajo un gran cono de luz,” dice el narrador antes de cerrar el lente, de suspender el pincel y la palabra.

 

  1. XVIII y XIX: el presentimiento como síntoma de maduración, nunca de madurez. Los procesos como una ejecución permanente, inconclusa; la vida que acusa el relato como una espiral que barrena el infinito y nos muestra, a partir de las revelaciones y los desengaños, distintos elementos de la misma imagen. La revelación juega como punto de fuga, marcando perspectivas que insinúan procesos que, si bien empiezan, nunca se acaban. La vida para el narrador es, acaso, una labor.

 

  1. La crueldad como revelación y la yuxtaposición de la muerte: el dolor como una reminiscencia intermedia, sincrética. “Vivas y gritos, pero el tordo muere.”(35)

 

  1. El uso de la memoria se adivina como algo elegíaco, es desde aquí que todo está velado por la luz y aquello que se deja descubrir en el ejercicio del retrato. Como cuando se afina la vista y se prepara el trazo, borrado ya como un testimonio que se repasa, el narrador va hilando los recuerdos como si cantara a los muertos que yacen en ese pasado, como si aquello que no recuerda fuera –que puede proponerse a partir de lo que el relato calla- un museo incalculable, nunca visitado y por lo mismo temible. La memoria como elegía es también la penumbra en cuyo borde se cuelgan las piezas de esta historia.

 

  1. La vida cotidiana traza un paisaje. En dicho paisaje acontece la novela. Dentro de ella, como pintando un interior circular, el narrador hace que las cosas, por destellos, casi accidentalmente, eclosionen ante su propio azoramiento, extendido a los lectores.

 

  1. Por lo mismo, la humanidad que habita el relato es en realidad un allegado, casi un componente de naturaleza muerta. Esta condición de organicidad respecto del paisaje antes mencionado no elude ni horizontaliza, como pudiera creerse (o quererse) a la humanidad presente de manera transversal en el relato. Tampoco la critica, y si lo hace, es mediante la exposición. Un zapato dibujando un arco, que a su vez revela un patio; los focos que revientan la bicicleta desde la cual Alamiro siente el mundo, las uvas chorreantes sobre el piso, la ropa, los racimos desgranados como también se esparcen los personajes por los rincones del relato, todo, yace bajo una mirada panorámica, paisajística.

 

  1. Ante este retrato hablado, las relaciones sociales siempre plantean una duda. El narrador, azorado, tal vez hablándose a sí mismo antes de cada trazo, figura cada acontecimiento –social o íntimo- como una duda que no busca resolverse y sin embargo horada: al relato, los lectores, al mismo narrador que, pareciera, descubre a la par de cada lectura.

 

  1. Al final, los espacios hablan más, sea por lo que ocultan, lo que falta o quiénes transitan en ellos. Personificación para nada mitificadora, amasada en el relato de principio a fin. De imaginación difícil, el narrador diluye los personajes en los espacios y crea una voz única, para todos y para nadie. Queda entonces una escena que, prefigurando el colofón, corona la historia y permite al lector a colgar el retrato en un punto de fuga desde el cual imaginar la verdadera novela, acaso abandonada al borde de la oscuridad que, cual Rembrandt, Couve señala, de a poco y con paciencia.

 

Nota: Las presentes notas fueron tomadas tanto desde la versión digital de Alamiro (accesibles en el sitio memoriachilena.cl) como de las Obras Completas de Adolfo Couve, material adquirido recientemente. Su brevedad no invita, obliga a acercarse a sus páginas. Abajo el link para descarga.

http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-72487.html

Mecánica del goce: Sobre Entretenciones Mecánicas, de Juan Malebrán

          Cuando Bolaño pregunta “¿Qué hay detrás de la ventana?”, muchos podemos caer en el dilema estético o más bien interpretativo (y casi falaz) de contestar la pregunta o vivirla o creer que se puede vivir, al menos. Juan Malebrán, cercano a una visión más contingente de la poesía, abre la pregunta y plantea una perspectiva más práctica pero no menos potente. Entretenciones Mecánicas (poner editorial y año de edición), aborda la temática del viaje y la cruza con uno de los temas más recurrentes en los discursos y análisis del mundo contemporáneo: el fetiche. La perspectiva abierta con la dimensión propuesta – “La realidad del paisaje radica estar siempre del otro lado de la ventana”, plantea Malebrán para abrir el libro- pone al viaje como el hilo conductor del retrato hablado de una generación viajante cuya virtud está constituida por el desplazamiento. Si las generaciones de antaño tenía por baluartes la casa y el matrimonio, ésta pone el viaje como uno de los ejes sociales que, además, posee un valor agregado: el conocimiento concreto de un lugar y a partir de él un grupo humano, planteando un tercer problema: la sensación como bien de consumo y no como cartografía del espíritu o –por último- de la existencia.

            Ya habiendo sugerido el camino y la perspectiva, el autor habla en Férreo de la ventana como metáfora de la observación. El lugar se convierte en espacio donde se ve pasar la vida y a partir del cual el mundo acontece, convirtiendo a quien mira en un espectador, casi lo mismo que las audiencias que consumen un producto televisivo.

            Un ejercicio que se repite en el libro y cuya efectividad logra un balance entre la densidad con que se aproxima a su objeto y la agilidad con que el hablante esgrime sus juicios, es la extrapolación de imágenes. Lo Otro (o sea el lugar visitado, lo exótico o pintoresco o incluso único del lugar) se torna un misterio cuya composición, de pronto, está basada en detalles tomados del espacio propio del hablante. En Flamenca ahonda en esta línea haciendo partícipe al lector del mismo ejercicio: “Dime, acaso, si no es cierto que estos jolgorios/ bien podrían traer al recuerdo un atardecer y/a dos niños encendiendo un círculo de parafina en plena chusca/ con la ilusión de ver pataleando a una araña en la púa curvada de un alacrán.” La imagen convierte, en un juego permanente de intercambio, la vida común en un documento –a ratos- digno de una postal.

            Otra arista que el autor desarrolla en torno a la idea del fetiche es la alienación que provoca. El fetiche se torna zona de contacto en la que, de pronto, todos estamos conectados. Andén entrega una imagen clara al respecto: “En esto y mucho más, supongo,/nos parecemos a las líneas opuestas del ecuador y/ a la mendicidad de sus polos”. La vida, entonces, se propone como un método de búsqueda, y al mismo tiempo como una sucesión de cómputos insípidos de los cuales la muerte constituye una cartografía del sentido, marcando la comparación entre lo auténtico y la experiencia. Alineado con ella, la denuncia del lujo se vuelve más concreta a través de la culpa que el hablante siente y retrata en Saló, cambiando el punto de observación del paseante al de quienes los sirven o, incluso, observan desde otras circunstancias.

            El desborde como una de las dimensiones del fetiche y, al mismo tiempo como elemento de abstracción tiene su retrato en Rimac, donde todos los participantes parecen colgarse de la sensación ajena para sustentar la propia, en una suma de acciones que bordean el peligro y desde las cuales se deja ver el objeto poético: “Plegar y desplegar como siempre en un mismo idioma, pero distintas/manos: el origami del que nos valemos para tomarle el pulso a las ciudades”, imagen que abre la puerta al laberinto (y la vorágine) de las ciudades en la noche.

            Finalmente, el libro cierra planteando el dilema del viaje y la posesión, la pertenencia material y los valores a los que cada uno se aferra. Después del viaje y el balance, de ver el mundo cosificado como un fetiche que permite codificar una memoria más colorida (un baluarte inmaterial que permita cierta elocuencia), más otros dispositivos estéticos que van conduciendo la lectura –citas y separatas, por ejemplo-, Entretenciones Mecánicas ofrece una perspectiva aguda y precisa sobre uno de los síntomas de la turbulencia contemporánea: la mecánica del goce y el consumo sensitivo como compulsión, sobre todo de las últimas generaciones.

Un testamento en la arena. Mahomenos de Jorge García Bastías.

    Las ciudades serpentean en los pies, las manos. Van ajando los rostros, cerniendo una culpa que aplasta prodigiosamente con el mínimo hollín de los motores. Y en el desierto, se agrega la elocuencia de una planicie que devora: la voz desaparece reemplazada por el hastío; la palabra, por una mudez submarina que, paradójicamente, seca los huesos. Las noches de una ciudad en el desierto pueden ser una desgracia o una maravilla, entendiendo que, transitando entre los extremos, ocurre la aventura de la vida aunque parezca que su conjunto es un hormiguero cansado y eléctrico. Podemos saber eso a través de Mahomenos, de Jorge García (Santiago, 1983), podemos verlo abriendo la noche con un verso que jamás ha logrado decir en voz alta. Un verso que pueda no importarle, de tanto que lo persigue.

    Pensar en el título puede ser un engaño. Creer que apela a una coloquialidad irresoluta, también. Intentar descifrarlo, otra pérdida en el transcurso de sus páginas. Hay, en todo caso, algunas luces en la misma contratapa del libro, además del tímido recuerdo generacional, ya anquilosado y probablemente nunca muy popular, de la expresión “creerse más o menos”, por decir -medio en broma, medio en serio- de alguien que goza de un exceso de amor propio, más que de confianza. En esa línea, el título funciona más como un ejercicio despectivo del producto sin abandonar la ternura con que se ve. Y aunque apela también a la irreverencia del conjunto, no contiene de manera alguna el espíritu del libro, algo que llama la atención y anticipa la negativa casi sistemática del trabajo a ser, en alguna medida, descrito.

    Las caminatas por la noche de las ciudades, su silencio y, dentro de él, la permanente divagación, la cuestión de la Realidad (en su dimensión concreta) como un objeto cuya lucha – la que el poeta entabla- es justamente tener que abarcarlo. Ya la pura palabra se le mueve en el pecho como una cucaracha huyendo de la luz. “Me estoy atando los zapatos, contento, silbando, y de pronto la infelicidad”, cita que abre y propone una línea de sentido que de ninguna manera es definitiva, sino todo lo contrario: la imprevisibilidad con que el personaje de esta cita es atacado es la mecánica con la cual se han ido articulando (o des-articulando) los fragmentos y poemas del volumen.

    La luna de Cortázar finalmente es el camino que encuentra para abandonar. Un juego deconstructivo, una prueba constante a la lógica o una lógica provocación al orden elemental de las relaciones -lingüísticas, más que sociales-, deshechos en el clásico rechazo en que lo metafísico se mezcla con el desvarío. “estrictamente arrepentirse es volver (….) Desde los inicios del fuego nos han hecho creer que podemos relatarlo todo”, sentencia en Equívoco, un ejercicio de perspectiva, si se toma en cuenta el tratamiento práctico de un hecho más bien abstracto: el arrepentimiento. Su voz es la no-voz, es un alarido que sólo le arranca, usualmente, una sonrisa disuelta en la bocanada de humo que libera al final de un vaso o abriendo otra botella: “oiré como lloras y pides perdón, porque te falta una pausa/ te falta un abismo”, y más adelante: “Construir definitivamente nunca habrá sido el verbo/ si guardamos silencio, qué habrá” (P. 19)

    El poeta camina a ciegas, y da para pensar de que fuera más por vocación nocturna que por cuestiones estéticas. Lo suyo es escupir la poesía a su propio reflejo, al conocimiento que carga. Lejos de ser una recapitulación, la inserción de “espacios” -o fragmentos y relatos- narrativos recrea un plano a partir del cual se proyecta una demolición total, hasta los mismos cimientos del poeta. Porque este discurso disrruptivo no recae en la poesía, sino más bien marca un límite respecto del poeta, iniciando así una trayectoria

implosiva de la cual, sólo a lo largo del libro, podrá ser vista en su totalidad cuando la debacle termine por desequilibrar el semblante, la última frontera de cordura: el miedo mayor del poeta, finalmente, es abrir la boca y decir algo. “Porque eres tierra y me duele pronunciarte/ Porque eres tierra y nosotros tus vástagos/ Profundamente violándote”, confiesa en Esbozo de química y retroceso.

    El dolor aparece más en el sentido de categoría que como espacio emotivo o elemento de la catarsis. Es un coloso al que se describe por oposición, o sea, por aquello que oculta tras su silueta o bien a través de lo que no se dice de él. No hay mediación entre el dolor y el motivo literario: el libro no funciona como vía o elemento definitorio sino como rodeo al dolor; también como una acusación al pánico, siempre al acecho: el pánico como una certeza, guardada u oculta -a su vez- como una estocada bajo el poncho. Lista de abril, pudiendo ser entendido como un manifiesto, esgrime:

Hay libros que no entenderé y eso me hace estúpido.
Hay personas a las que no comprendo y eso me hace un mentiroso. Hay cosas que nunca compraré y eso me hace un capitalista. (envidioso y totalmente incompleto)
(…)
Hay drogas que no probaré.
Hay lugares que no visitaré.
Hay amores que no conoceré. (P.40)

    Porque el mundo le duele, porque el pánico llega y ese vaivén es una estocada que penetra sin cansancio, porque en la soledad del poeta hay más búsqueda que martirio, porque el licor no es una fiesta ni una resurrección, tampoco un medio mas sí una herramienta, el libro eleva una consigna que, aunque confusa -o precisamente por eso-, se mantiene en pie gracias a su cercanía con la tierra firme: porque el mundo sigue girando, no se pueden bajar los brazos, aunque nos hagamos pedazos el rostro elevando la sonrisa.

    Finalmente, como rezan las tres poesías de Parra: “Sólo una cosa es clara/ Que la carne se llena de gusanos”, y el poeta agrega, implícitamente: en tales circunstancias, vale más seguir cantando “‘¡Porque las palabras son nuestras!/ ¡Porque Ellas nos arrebatan!”

     Invito a leer este libro, a buscarlo, no por ser un nuevo faro en la noche mecánica del mundo contemporáneo, sino todo lo contrario: es un libro hecho a pie, un mensaje cifrado desde las llagas del defecto, desde la cama revolcada. Es un mensaje dicho al extraño del bar o al desconocido de la micro, a todos y a ninguno. Y es, sobre todo, un testamento en la arena.

Proyecto de muerte: sobre Bozal, de Juan Malebrán

    El neobarroco ha dejado una huella profunda en la escritura contemporánea de Latinoamérica. De Sarduy en adelante, podemos incrustar varios nombres, o bien engancharlos a una órbita en la cual se dejan ver los trazos de un carnaval de sonidos, imágenes y sentidos cuya torsión, lejos de bordear los límites, los descubre justo después de dejar caer sus lámparas en medio de la materia oscura a la que se refieren con voracidad reveladora. Pero hablar del neobarroso es referirse casi específicamente a la argentina de Perlongher, a un momento particular en el cual se articulan las divergencias que encontraran su punto de fuga en autores como Lezama Lima, Sarduy o Reynaldo Arenas. El imaginario, marcado con el hedor del fango en los Cadáveres de Perlongher -circunscrito al Río de La Plata-, bien puede haberse movido, abriendo sus alas como una nube de tormenta sobre otras latitudes. Estos matices son visibles en Bozal, de Juan Malebrán (Chile), breve poemario que traza, entre el simbolismo hermético propio de un Mallarmé y el detalle táctil de un Lamborghini, una línea que propone al dolor como un espacio concreto de la vida cotidiana al que se le hace un constante rodeo.

    Pero decir sólo esto sería pecar de ingenuos. El libro cala profundo en varios aspectos, difíciles de abarcar en unos cuantos párrafos. Para comenzar, el título del libro propone dos ideas (o aplicaciones) de la violencia. La primera idea es la de mordaza. Perlongher plantea el tajo como inscripción propia del neobarroso en tanto que aproximación a la realidad, y Malebrán modifica esta propuesta con la mordaza como una mutilación más bien inmaterial: el habla. La mordaza no permite hablar, y hasta la respiración se hace difícil con un trozo de tela comprimiendo la comisura de los labios, secando la lengua, impidiendo el paso del sonido que nos permitiría pedir auxilio. La mordaza encarna también la tortura, forma de violencia incrustada en la memoria latinoamericana a punta de plomo y bota, y de esa memoria raramente se escapa. El Bozal, en cambio, es un elemento casi higiénico con el cual nos aseguramos que los animales no puedan morder a quienes tienen cerca. La metáfora de la asepsia se implanta, lejos de la sutileza, como una forma más totalizante de violencia: el mudo consenso de quienes sencillamente acatan en la mudez del conformismo. De ahí que su estrecha relación con lo humano invite a poner el dedo en la llaga a través de su uso simbólico: el elemento que amordaza socialmente e impide que el individuo descargue cualquier sensación agresiva con el entorno.

    En la misma línea, la crónica del alcoholismo y el desahucio implican dos nuevas dimensiones del bozal: se bebe para olvidar (la palabra, la expresión que carga, la emoción que compromete); y es, por lo mismo, la sutura, y el silencio que rodea al bebedor –acaso el poeta, acaso otro que se confunde con los propios recuerdos del hablante- es la agonía que atraviesa el relato. Por lo mismo, la asepsia médica que acompaña los distintos poemas, episodios de esta debacle, funciona como imagen metonímica de la apatía social, quizá la mordaza más lacerante de todas.

    Otros aspectos más evidentes del poemario tienen que ver con la unión que se hace entre la esperanza y la inutilidad. “Todo caerá, incluso tú/que confundes mi voz con tu voz/ para hacer de este encuentro tu propio sepelio,” sentencia el poeta en “Anafre”, aferrado a la futilidad de las lecciones que, sin embargo, golpean. La periferia, asociada a la imagen anterior, se plantea como un campo de batalla lejos del romanticismo proletarizante de algunas narrativas, mas nunca como un páramo desolado o incluso desprotegido: “Ten en cuenta/que no todos han nacido/para leer el mundo en el filo de los vidrios/que en lo alto de los muros/el viento desgasta lentamente.”

    La sed y el bar como suplicio, como centro de la comedia humana vista desde su espalda, en la horrorosa penumbra del desvarío que acecha: imágenes incrustadas e intercaladas en cada poema como destellos de encendedor en la niebla. “Me hago agua en la intemperancia de esta sed/de esta sala y en los gritos/de aquellos que padecen la ausencia de esta sed.” La poesía, en esta obra, se inscribe como un padecimiento, y el objeto poético como una herida. Como lo pensaran Perlongher y otros hace algunos años, y como otros tantos ocultos en la oscuridad, Malebrán presenta en Bozal la manera en que la Poesía revela cosas de las que nunca volvemos intactos. Del lado de los que esperan la muerte mirándola venir desde lejos, el autor propone no un proyecto de vida –a partir de la poesía-, sino un proyecto de muerte.

 

UN RITO: LA TIERRA. Gravitaciones, de Ethel Barja

   Hay quienes -como Gonzalo Rojas- se acercan al mundo de una manera total: abiertos de par en par como la mampara que esconde el jardín o contiene la oscuridad de un cuarto, se mueven como la luz sobre las flores. Su palabra revela, antes que pregunta, concilia, antes que escinde. Y están quienes, entre otros, entran en esa rotundidad con que el mundo poético se manifiesta, refiriendo un relato de la experiencia, antes que nombrar aquello que acontece. Entendiendo esto, a través de una suma ritual y conectada con la tierra que la sostiene, Ethel Barja extiende sus Gravitaciones (Paracaídas, 2013) proponiendo una visión de los espacios vitales al borde de lo religioso, o más bien atravesándolo hasta conectarse con su “origen”, acaso su fundamento: la misma tierra que pisamos, vivimos, morimos y ensangrentamos.

   El paisaje constituye un de los fundamentos del libro. La Poeta, a lo largo de las distintas escenas que aparecen en el libro, es testigo o instrumento: “y la realidad se hace carne/ rítmico crepitar del suelo/ anuncia la danza incomprensible (p. 9)” , anota en Gea, cuyo objeto es el relato de un ritual como los que acontecen en algunos lugares de Los Andes y en los cuales se entregan ofrendas -y la propia voluntad- a la tierra en virtud de la fecundidad y protección. A partir de estas imágenes, la autora también ofrece una descripción de las gravitaciones, zonas de contacto en las que la lengua (en su dimensión poética), decanta a sus portadores, ya sea por sus sentimientos o acciones, ya sea por su juego de entendimiento, casi siempre a tientas: “la gravedad en medio del pecho/es más que esta mano tullida” (p. 35).

   Poema -acaso- angular para entrar al conjunto del libro (conjunto de ánimo orgánico más que estético o abstracto) es Destilación (P.31),  escrito en términos de Arte Poética: “la cadencia en su oído no se proyecta/ porque no resuena sino pesa”, parte el poema, planteando algunas cuestiones estilísticas que caben más en el orden del testimonio, vistiendo al conjunto -consolidándolo, en el fondo- de un carácter horizontal, justamente, gravitatorio. La gravitación, en suma, es una manera de llegar al planeta, antes que al mundo, y ser, a partir de ahí, el poema germinando como el árbol o la montaña: “ocupar la tierra es desocuparla (…) asentarse es agitar el arco firme y la fractura/es abrir los surcos en las avenidas/ demoler los muros uno a uno/ retorcerse como las capas de la tierra/ sostener el arriba henchido como el cauce de los rios/ abrirlo palmo a palmo y hacerlo girar(p. 41).

   Cualidad que funciona, además, como hilo conductor y elemento significativo, es la ausencia de puntuación y mayúsculas. El poemario completo es una suma de versos interdependientes que, como poema o en su carácter individual, no anulan a los otros, ampliando el juego hasta los límites de la propia imaginación. Cada verso atiende al concepto central sin dejar de ser, en sí mismo, un elemento autónomo, y asimismo los poemas, episodios capaces de mimetizarse con varios contextos o -probablemente- diversas propuestas, sin ir en desmedro alguno de la que aquí se presenta.

   Atendiendo a su título, Ethel Barja ofrece un camino a la tierra que, sin constituir un retorno, sí invita a reconstituir nuestro propio ritual de contacto. Sus versos, lejos de la lógica Huidobresca, no abren puertas, las derriban, o bien las abandonan. Esta palabra no es arquitectónica.No levanta su rito demiúrgicamente, sino que desciende hasta un punto original, sin que ello signifique una deconstrucción: esta palabra interactúa, se posiciona en relación al todo, sin ánimo paradigmático. Antes, es un trabajo de artesanía fraguado en el fuego del silencio, en comunión con aquello de lo que viene y que sostiene tanto a su autora como la palabra que esgrime: esta es poesía de alcance natural, planetario.