El ojo y la bala:

Sobre Los Dones Previsibles, de Stella Díaz Varin

            No es carisma, pero hay algo celebratorio: la precisión de francotirador con que Stella Díaz Varín (1926-2010) construye las imágenes en Los Dones Previsibles (Cuarto Propio, 1992). No alcanza a ser fragmento, pero todo está completo. Las ideas del poema en avalancha sobre los ojos del lector, a través de historias contadas –tal vez—de memoria.

            La fragmentación es una permanencia en torno al misterio que nunca se revela, pero se percibe, se palpa. Así, en Vigilia, abre el poema con una estocada que bien podría entenderse como una provocación, equivocando el lector la trayectoria del poema y, más allá, su insinuación.

            Hay un doble uso de la memoria: es un aparato doméstico, que va zurciendo imágenes a un recuerdo que se pierde entre las ideas entrando en tropel. La muerte presente en calidad familiar, un tórrido recurso que se ensambla a las cosas. También un túmulo, un testimonio de persistencia. Está presente en La Palabra, en el cual plantea las reglas de su juego.

            En Los Dones Previsibles, la poeta traza un mapa. Creacionista, habla de aquello que se cuela en los días hasta transformarse en un apéndice de ésta. De doble filo, el lenguaje se presenta llano, configurado de una manera desnuda, pero aún enigmática. Profundamente enigmática. De la creación pasa al individuo, sutil y liviana, para entrar de lleno en el sujeto: ubi sunt que no encaja ni en el sujeto ni el poema que, por ese dispositivo, retrata –fragmentario—el motivo de este. Sin condición ni premisa aparente, sin piedad ni abyección, liviandad filosa. Así va reuniendo los versos, los lanza a sus propias llamas y los deja volar en sus cenizas. Stella Díaz Varín es, sin duda, el ojo y la bala.