Hoja de ruta

   Como una procesión de ataúdes en un río monumental, como los troncos arrojados desde la montaña, o como suele graficarse la desesperación aplastante que pergeña la maquinaria en los semblantes, esperábamos todos en la hora y media de taco que la 95 nos regaló entre Warwick y la salida 19, en Providence. La media tarde derritiéndose en los parabrisas, la ofuscación evaporándose con su densidad de espejismo, el gas flameando en los tubos de escape, jadeantes en su lentitud nerviosa.

   Espléndido, el cielo mantiene su lejanía y, para ver mejor o para perpetuar el espanto, se abre celeste, casi blanco al borde de la urbe, ennegrecida y bramante a cada costado de este cinturón de asfalto.

   Y en cada adentro, aire acondicionado de por medio, acaso una bocina ocasional que titila como un presagio o una sirena que en lontananza triza la expectación que provoca la curva que se asoma prometiendo la descongestión, cada pasajero es una música que poco o nada envidia el tránsito irresoluto de los pasajeros del bus y su cansancio en frío, abrumado de silencio.

   ¿Qué refugia la lista de canciones?,¿qué artefacto emotivo se mantiene agazapado en la sencilla operación de buscar la canción que se deposite narcótica en los oídos y desplace la imagen del auto de adelante, su chofer hurgándose la nariz, el niño que hace caras en el costado, el winner que hace rugir el motor mientras mira de soslayo a todo el mundo y en especial a ti, que acabas de revelar no sólo un secreto (entonces) incómodo, sino que recuerdas con vergüenza el amor puesto en un significado incompleto (entonces) que ahora, bajo ese sol y al calor del delirio industrial, reconoces sin poder volver del espanto?, ¿cuánto pesa, cuánto dura el lastre?¿A cuántas salidas espera el alivio o la mecánica, el hogar con su colección impresionada?

   Me pregunto esto pensando en lo que me sucedió entre la entrada a la 95 desde la ruta 4, un poco antes de que entren los carriles que vienen y van a la 295 cerca de Warwick, justo después de la curva en la que todo es un río revuelto y la música marca la hoja de ruta y afirma los nervios mientras todos, a 60 millas por hora, nos acomodamos en el devenir fluvial de los motores y su rugir continental. Venía entre dos autos, esquivando el choque con el Civic que tenía por delante mientras se me metía el Cadillac por la derecha cuando Violeta Parra empezaba a cantar su Rin del Angelito. La guitarra en re menor redoblando como si de ella manara una sentencia, el chofer del Cadillac asomando su arrugada furia por el costado casi de soslayo, mi tímida pisada al freno mientras miraba la articulación de una suculenta puteada en el retrovisor, y Violeta, Doña Violeta todo el tiempo, desgranando con su casi silencio al angelito muerto en un mesón.

   Juro haberme topado con el silencio. En medio de un bramido en el que además podía escuchar -¡lo juro!- el latir de mi corazón, ya en la garganta después de la arremetida del viejo que, estoy seguro, se transportó quizá dónde, con qué música, a una carrera a muerte como en las peores películas de Steven Seagal o cualquiera de las que podría ser exactamente lo mismo y sin embargo nos han rellenado tantos sábados, tantas soledades o cuántas conversaciones con la vieja, admiradora enamorada de estos tipos cuyo carácter no era distinto a la del viejo cara de tortuga que pasó, así sin más, y se dio el lujo de levantarme el dedo no sólo a mi, sino al que adelantó en el carril de la izquierda… Juro que el silencio envolvió el interior del auto y sólo me permitió oír la delgadita voz de Violeta martillando, verso por verso, el niñito que, ya muerto, está rodeado de mariposas que le caminan despacito.

   Y pienso en las mariposas, en las moscas sobre el ciervo cerca de la salida 13, y de pronto me cae la última piedra en la cabeza, en medio del taco que, llegando a la salida que da para el Jefferson Boulevard, me regaló otra media hora hasta la 19 rumbo a la 195 Este, donde suelo bajarme para evitar las 6 salidas que rodean el mall y donde se juntan los carriles como un nudo de víboras. Violeta, la de los ojos cansados, la que hizo florecer el canto, el arte de toda una generación, la abuela maestra de todos los destetados artistas que militan en el cansancio y la esperanza, pregunta: A dónde se fue su gracia/ y a dónde fue su dulzura/ porque se cae su cuerpo/ como una fruta madura y yo ahí, como en una marcha inmemorial de ataúdes cuyo motor va a la deriva, sulfurado por la poca paciencia, fulminado por la revelación de una canción que casi rezaba en primaria y que ahora, con la naturaleza escurriéndose en los recodos y curvas de esta arquitectura desbordada, en los cruces de una carretera descorazonada me llevaba, casi de huida, a mirar en todas las ventanas que tenía disponibles: a los chicos de adelante, de los que no me percaté que, de un auto a otro, discutían y hacían rugir sus motores y tenían a la señora de mi izquierda mirando como si la vida la hubiera arrojado de repente a un lugar donde ella jamás había imaginado; o al tipo de atrás, que terminaba de esnifarse algo y lamía el papel con método y miraba el retrovisor como si en realidad estuviera felicitándose; o la chica de mi derecha, radiante, recién bañada y contenta, acaso retornando del amor o dirigiéndose a él como una flecha amarrada a un globo, esperando mi buena voluntad, esperando que yo la dejara pasar. Y en medio de esa debacle pensaba, por primera vez, ¿cuál es la banda sonora de cada persona en este pedazo de autopista? ¿Cuál será la hoja de ruta que sostiene cada banda sonora, cómo es que cada canción le da sentido a la vida de la gente en este camino cuyo sentido no es más que el enjambre dirigiéndose al fuego, enceguecidos como estamos por el gas y el humo para nada metafóricos? ¿Qué ha hecho la música al siglo en que viajamos solos y comemos en silencio, donde pagamos lo que nos falta para comer lo que podríamos plantar en casa en vez de ver televisión, en donde un etcétera diabólico y malsano se extiende, justamente, como las millas de arquitectura que no interrumpe su intervención, su aparato extático y sordo?

   Llegando a Hope, a un par de cuadras de mi casa, no puedo pensar sino en cómo es que la vida nos arroja a esos espacios, cómo llegamos a concebir, entre el espanto y la ternura (como diría Silvio), todo el mundo y un suspiro.

   Sólo dejaré a la especulación la evidente perorata que se fumó mi esposa no sólo esa tarde, sino la semana completa de ir, en el fondo, repitiendo calladamente mi propia hoja de ruta, donde ya no escribo solo.

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Un acontecimiento

   Miro una fotografía. La gente en ella, lejos de posar, se detiene como se hace frente a lo espectacular, o bien como mirando la instalación de un monumento. Todos los que observan la cámara atraviesan la lente con una sensación histórica en sus caras. dos niñas sosteniendo un bebé, un perro medio escondido detrás de sus piernas, un niño que pasaba y mira como si lo hubieran llamado a posar; un hombre semioculto en la esquina izquierda junto a su burro, recortado por la muralla de adobe. A la derecha, un padre y su hijo, con las manos atrás y los brazos en jarra, respectivamente. Un grupo de amigos que conversa, al parecer, fuera de la casa de los que están parados en el dintel con la naturalidad de los que saben su destino o, en el fondo, no les importa tanto como para mirarlo de frente. Ninguno formó parte de la historia oficial, o acaso lo hicieron como otra coma en los testimonios de su época, hecha escombros a penas se acabó la industria del Salitre. La fotografía es de 1890, el lugar, Oficina Salitrera La Noria, pueblo minero de la época dorada del salitre, en el Desierto de Atacama.

   Le comento a un amigo -quien compartió la foto en su página de Facebook- que la actitud de la gente hace que uno sienta la necesidad de participar, y automáticamente pienso en varias cosas: la vez que me senté por más de una hora a garrapatear en mi diario -en un acto tan desesperado como inútil- de explicarme esa necesidad de fotografiarse. Una hora en la que veía la primera nieve de reojo, mientras un ciervo caminaba como descifrando el ventanal del living, el garaje. Una hora en la que descuarticé el mundo como si no hubiera una respuesta y que, en esa hora de silencio, en ese rincón de nuestra generación, las palabras fueran definitivas… como siempre se piensa que son o deberían ser las palabras.

   También recordé las fotografías de la casa de mi abuela, mis amigos, amigos de éstos y hasta las del museo de mi ciudad natal. Hay una canción de Manuel García que habla del oficio: una fotografía retocada con una pintura especial que convertía cualquier expresión a la hermética y aséptica mirada de las muñecas de loza. Todavía no era masiva la fotografía, no en el rincón donde mis padres se criaron, no en la época en que la producción en masa era una maravilla casi de otro planeta, un reflejo de la ciencia ficción que se apoderaba de los cines y ya había cobrado víctimas con Orson Welles. Por lo mismo, las expresiones se endurecían y eran de total seriedad. Era un momento solemne para la familia, era casi tan importante como comprar el refrigerador, que se ponía en el living de la casa o junto al librero, al otro lado de la pared donde había una pequeña mesita arrinconada con la Biblia abierta en el Salmo 91 y un rosario dividiendo las páginas. Si no eso, había, en su defecto, alguna imagen santificada, o el ramo pascual, y sobre éstos, colgados como bien pudieron estar las cabezas del safari, la foto familiar. En algunas familias, como la de un amigo, estaban por separados el padre y la madre, dos matices del ímpetu en la mirada, dos miradas distintas de la vida que, sin embargo,se sabían sintonizadas. Entre ellos, a la manera de los árboles genealógicos, los retoños con su mezcla de susto y solemnidad propia de entonces. El temor de la vida reflejado en la doméstica reprimenda en caso de arruinarse la foto, la solemnidad que provoca el destino, el ir descifrando y viviendo como desarmando una madeja completamente anudada, leyendo cada fibra como también al fotógrafo, acaso concentrado en su aparato sostenido, como el propio devenir, en un trípode que acusaba su obsolescencia.

   Y era todo un cuento tomar las fotografías. Cada una era una efeméride personal: primera comunión, servicio militar, matrimonio y, en algunos casos, el primer retorno de la capital o la universidad, que valía tanto o más que lo invertido y hasta daba para subir el pelo a la familia.

  Y recuerdo, de cuando estaba chico, haber vivido el tardío boom de las cámaras personales. Entonces la Polaroid era una locura para ricos y famosos, y las desechables eran un capricho que más valía permitirse sólo una vez. La inversión era, a todas luces, la kodak con rollos cuya forma siempre me sirvió para hacer de todo menos para imaginar que de ahí salían las escenas con las cuales mi mamá me ha avergonzado un par de veces.

   En mi pequeño barrio, hecho a mano y sin permiso, las vecinas compartían el esfuerzo como para seguir construyéndose, para seguir juntas en lo que viniera por delante, para no sólo heredar a los hijos la casa por la cual se estaban desviviendo, sino también la alegría de una lealtad a prueba de cualquier crisis. En ese fundamento están fijadas las pocas fotografías que tengo de mis primeros años, en medio del tierral desértico, entre la sorpresa y la algarabía.

   Algunas (las más claras no sólo en mi recuerdo, sino también como parte del prontuario de rarezas que hice en mi niñez) fueron tomadas cuando tenía más o menos cuatro años. Entonces me dio por creerme perro y seguro me llamaba Spike o algo así. Mi papá trabajaba y mi mamá era dirigenta vecinal, puede que también empleada doméstica en un barrio cercano al nuestro. Mi hermana, una de las mujeres que ayudó en mi crianza (algo les debo, y junto pulmones para poder hacer por ellas algo como corresponde), daba rienda suelta a mi desvarío infantil poniéndome nombres, haciéndome preguntas y, sobre todo, poniéndome la sopa en el piso, por supuesto, cuando mis papás no estaban y mi hermano se había ido a clases. Según me cuentan, según la vaga imagen que tengo de uno de mis primos siendo regañado por copiarme, me metía bajo el sillón de mimbre o me escondía debajo de la cama. Tenía el jardín lleno de pequeños agujeros en los cuales enterraba mis autitos hasta nunca más saber de ellos. Serán cinco o seis fotos, pero en ninguna aparezco limpio y ni de pie.

   Y también recuerdo (a propósito de las fotografías y el abismo que podrían acusar si se piensa detenidamente en la cuestión de andar fijando imágenes de la vida solamente para pasarse otra parte de ella mirándolas como si algo se pudiera raspar de ellas, algo que no nos alcanza a tocar y que, en ese desvanecerse, se nos va el recuerdo o se empieza a hilar el relato agrio de la nostalgia) que, antes tener nuestra propia máquina fotográfica, mi hermana o mi mamá o ambas decidieran, previo arreglo de comprar la película y pagar el revelado a medias, de hacer una sesión de fotos con todos los niños de nuestra familia y los de una vecina. No tengo idea dónde fueron a parar las fotos de mis hermanos mayores, pero me enteré por Facebook que mi esposa conserva las que me tomaron esa vez. Habré tenido unos seis meses, como los hijos menores de la vecina Leo, hermanos mellizos de la misma edad que yo. En una de ellas, aparecemos los tres mirando fijamente la cámara, y pareciera que un diálogo vendría sino del aparato, de nosotros mismos. El diálogo extrañado de quien observa, de quién pergeña su primera pregunta sabiendo que los interlocutores ya lanzaron la misma inquietud. Una duda como un puente, como una fuente de luz para reunirse y -acaso- recibir calor. En la otra -subida a internet en uno de mis cumpleaños- estoy solo. La foto está tomada de más cerca, y una parte de la cuna está apuntalando mi enclenque postura. A decir verdad, fue la única vez en mi vida que fui gordo, y eso es mucho decir.

   Pero hay algo que cruza las tres anécdotas, y que en realidad valdría para buena parte de la Humanidad. Desde los retratos renacentistas hasta las fotografías de ocasión, corridas y circunstanciales, casi desechables y más bien victimarias (sí, un cómputo de la vergüenza trivial más que de la alegría o lo importante), siempre hay al menos alguien que se detiene y conserva algo así como un rigor en la mirada y una expresión que, más allá de su dureza, es en sí misma una cuña sosteniendo -prácticamente- una montaña. Esa montaña no es la vida, no completamente: es su misterio, lo que dirá o diría o está por decir y nos toca descifrar; es ese código del cual descolgamos algo sin saber que cavamos una profundidad que sólo nos cobijará al final del día, en el último susurro. Y dicho misterio, también, es la más linda sinfonía: el que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice.

La magia

 

    Los circos ya no son lo que alguna vez fueron para mí. Tremendos espectáculos, demasía de color y una algarabía cuya perfección bordea lo eléctrico. Me quedo con los circos pobres que migran por Sudamérica, esos donde levantar la carpa ya es un asunto mancomunado, donde generalmente, montar y desmontar es un trato informal realizado con gente que se acerca después del show o cuando aparecen los camiones con su batahola, con apretón de manos y más de algún mal entendido mutuo. Y es cierto que hay historias de triunfo, como en Chile, con el circo de Los Tachuelas o los famosos Hermanos Fuentes Gasca, casi magnates de las artes circenses, pero Roma no se hizo en un día. En algún momento, el Circo Chamorro fue más que un clásico del cine chileno.

   Pero ni los años ni el desencanto, ni las luces de neón o los desfiles brillantes a lo mas Circo Tihany, mucho menos la arquitectónica performance del Cirque du Soleil, van a borrar las graderías acordonadas o las sillas de playa en la platea, ni el maquillaje corrido del mago que me vendió la foto con cara de asustado que el payaso me tomara casi por asalto, justo en el triple mortal de los trapecistas, los hermanos de la puerta, o las manzanas confitadas pegajosas y calientes. No se irán de mi los monos del culo rojo, exhibidos para contento de todos los que mirábamos hipnotizados, silentes, cómo se acicalaban en todas las cavidades que la moral nos había regalado para la risa y el escándalo en la misma proporción. No me importó leer en el diario, días más tarde, que se llamaban babuinos y que habían sido comidos por los perros vagos; nada destiñe el discurso maravilloso del Señor Corales, apodo que le dábamos a cualquier presentador de circo que, a fin de cuentas, se sostenía en su romántico pugilato con la zozobra con el puro encanto de su labia ritual.

   Recuerdo, especialmente, que los circos andaban por las escuelas. Pasaban vendiendo boletos con precios especiales, “tarifa escolar para un espectáculo de calidad.” Llegaron, a mi clase, el mago y una trapecista, pero después me enteré de que casi todo el elenco -excepto los payasos chicos- aparecieron por el establecimiento y se repartieron pabellones completos para promocionar al Gran Circo Modelo, con animales amaestrados, los intercontinentales hermanos Vergara, Los halcones de la muerte, y la participación especial de Chimuchina, mentalista, malabarista, showman exclusivo y coanimador del Señor Corales.

   Todo por quinientos, el kilo de pan a la hora del té, la cerveza triunfal del fin de semana, la gaseosa que reunía a la familia y acompañaba el puré con carne, mi semana de locomoción para volver de la escuela y evadir los 15 minutos cuesta arriba para llegar a mi casa, el mirador más desnudo de la cuadra desde la cual miraba el circo para seguir soñando.

   Y qué nos dijeron a nosotros: nos brillaron los ojos tanto como la voz para pedir, por favor, que nos guardaran una entrada antes que los del otro curso (nuestros rivales) compraran todas y nos dejaran afuera. Y qué me dijeron a mi, que hasta agarré un boleto de promoción, un “vale” que me permitía la tarifa rebajada “bajo compromiso de asistir”, sabiendo que ni siquiera había quién me llevara. Encima de todo: en el arrebato, entendí que el papá de Juan me pagaría la entrada porque Rodrigo también iba a ir y a él nunca le daban plata, que el papá de Juan trabajaba en el puerto y tenía auto y nos llevaría el miércoles a las tres de la tarde, función única para la escuela. A mi mamá no le pareció mala idea que el vecino me llevara al circo por la pura buena voluntad, y sin mediar respuesta partí corriendo a bañarme y me dejé caer, peinado y zapatos lustrados, en casa de Juan a las 2:55.

   Cuando Rodrigo llegó, quince minutos tarde riendo con su primo, el Papá de Juan no pudo evitar reírse no de ellos, sino de mí y de Juan, enojados y peinados para el mismo lado, ya instalados en el auto y en completo silencio. Y no es que fuera todo en el fin del mundo, la ciudad es pequeña y lo era más todavía en el 95’, pero éramos la escuela más populosa de la ciudad y todos todos todos, hasta los niños del Hogar de Menores, estarían ahí.

   Y no nos equivocamos: toda la escuela estaba ahí. También los niños del Hogar estaban, bien formados esperando en la fila, las manos atrás y la vista en el piso. Y todo se veía repleto desde el auto, y el sol brillaba más y quemaba y las jaulas de los animales estaban vacías o cubiertas y el elefante se adivinaba debajo de la carpa, levantada a falta de ventilación.

   Dos cabezas se asomaban, y junto a la multitud se reían del que apareció con el uniforme de escuela, el único que le creía las bromas a los profesores, condenado al calor y la burla de no ser por traer, además del dinero para entrar, suficiente para comprar la coca cola y un paquete de maní. Por lo mismo, no le costó agenciarse un matón de turno, y tan rápido como arrancó la risa alguien terminó llorando y la historia se acabó porque abrieron la boletería en un chirrido que sonó a gloria.

   ¿Trajeron la plata?, pregunta el papá de Juan, y de repente se me acabó la fiesta y entendí que, con trabajar en el puerto, Juan se refería a que tenía descansos durante la semana y que, como también era un papá buena onda, iría con nosotros en vez de quedarse a ver el partido y que por mucho que trabajara en el puerto no era millonario y que, a fin de cuentas, la visita de Juan y Rodrigo al circo calzaba con la impecable conducta que habían tenido, como nunca ese año, durante la semana anterior a la llegada del circo al colegio.

   Y el viejo truco, la personal, y la vieja audiencia, la risa jovial y nunca cómplice,la vieja mirada incómoda, nunca feliz de cargar con la culpa, nunca comprometida con el resultado o el final o el desastre más bien personal que acarrea la vergüenza. Y el viejo truco, el heroísmo de padre hablando con padre y la mirada afectada y la mejor cara y el estudio casi  inconsciente de las maneras de entrar a la mala y la carpa llena y vociferante y el mago, cortando boletos a contrarreloj y una expresión de piedra dejándome pasar ante la agridulce expresión del vecino deshaciéndose en explicaciones que el mago dejaba pasar por el lado, queriendo irse al camarín a recoger sus cosas y vestirse, ya sin tiempo para maquillaje, ya sin tiempo de cortar boletos

   Luego la pompa tierrosa del Señor Corrales presentando a los artistas con el mayor misterio posible, como si no los hubiéramos visto con su ropa del show tomando la micro la semana anterior.

   Y el payaso interrumpiendo con el baile. Y los hermanos trapecistas mirándonos como si nos salvaran la vida. Y el payaso haciendo equilibrismo, perdiendo los pantalones mientras bailaba a lo Cantinflas en la cuerda floja. Y el mago, cara de piedra, sacando el arruinado conejo, escondiendo el pañuelo, jugando con las argollas, mirando de reojo a la modelo y sus lentejuelas caídas. Y el payaso molestando al policía que cuidaba a los niños del Hogar, haciéndolo bailar como borracho triste. Y los animales amaestrados haciendo sus gracias mientras el payaso, todo el tiempo el  payaso como pegamento, ordenando al elefante pararse en dos patas y verlo cagar en el medio de la pista, espectáculo mayor, vaporoso montículo de risa rumiada, falso escándalo del Señor Corales que  agradecía, después de una radiante media hora sentado sobre un clavo, oyendo a los más intrépidos meando bajo las gradas, mirando con resignación y sin embargo con rabia al hueón del maní, al gordo que le comía el maní mientras miraban el show que ya terminaba en un concierto de cumbia y gritos secos de los tramoyas acarreando escenografía, animales y mierda con el mismo ritmo, payaso y elenco saludando a modo de biombo mientras se secreteaban acaso cosas domésticas.

   Un pequeño ejército de mamás carcajeaba en la puerta, deshaciéndose mientras llegaban los pollos a juntarse a mirar los animales por última vez y partir como al destierro. Los niños del Hogar, órdenes de por medio, agradecían al Señor Corales con sequedad milica y se iban, siempre queriendo con los ojos, quedarse a ver, como nosotros, los monos del culo rojo.

   Y nunca ha sido igual, desde entonces, haber tocado la magia con los bolsillos vacíos.