Imagen espiral:

Sobre “Los ríos Profundos” de José María Arguedas

Se vuelve recurrente: una imagen que circula como algo permanente y, luego de mezclarse con otra, se renueva en algo más. En “Los Ríos Profundos” (Cátedra, 2005) de José María Arguedas (1918-1969), no sólo el color, sino el movimiento se mezcla y da origen a algo distinto. Desde la descripción del Cuzco, el amanecer como espectro renueva la pupila y la hace latir, y entonces el movimiento abre paso al nuevo significado: la metáfora sola no es suficiente para reconocer lo que Arguedas indica. Porque la experiencia, como conocimiento en sí misma, es algo inenarrable.

Cada uno de los pasajes de la novela es eso: una amalgama de color y movimiento. Lo perenne, no aparece más que como antecedente: todo lo renueva la mirada de Ernesto a medida que ve, describe y vive. Los distintos viajes de su padre, de pueblo en pueblo oficiando de leguleyo, en una deriva que implica también un exilio constante, marcan una transición que constituye uno de los fundamentos de la novela: la metáfora del río que atraviesa la quebrada como una fuerza vital, además de ser la metonimia del poder de la naturaleza, indica también el cambio, y su retrato produce la idea de lo inmóvil, perpetuo de la metamorfosis en que la vida se transforma indetenible.

Y en ese cambio hay lucha: la insinuación del Pachakuti -por ejemplo, en el motín de las chicheras- ofrece la visión espiral de un repetitivo, cuya pugna es una fusión que absorbe y luego expulsa en un movimiento no lineal, pero que avanza en alguna dirección. Una imagen que empuja, perfora, extrae y continúa después del libro. Sumergirse en él es entrar, ya multiplicado, en un Yo que se diluye en el Nosotros, que es la naturaleza.