Hay quienes -como Gonzalo Rojas- se acercan al mundo de una manera total: abiertos de par en par como la mampara que esconde el jardín o contiene la oscuridad de un cuarto, se mueven como la luz sobre las flores. Su palabra revela, antes que pregunta, concilia, antes que escinde. Y están quienes, entre otros, entran en esa rotundidad con que el mundo poético se manifiesta, refiriendo un relato de la experiencia, antes que nombrar aquello que acontece. Entendiendo esto, a través de una suma ritual y conectada con la tierra que la sostiene, Ethel Barja extiende sus Gravitaciones (Paracaídas, 2013) proponiendo una visión de los espacios vitales al borde de lo religioso, o más bien atravesándolo hasta conectarse con su “origen”, acaso su fundamento: la misma tierra que pisamos, vivimos, morimos y ensangrentamos.
El paisaje constituye un de los fundamentos del libro. La Poeta, a lo largo de las distintas escenas que aparecen en el libro, es testigo o instrumento: “y la realidad se hace carne/ rítmico crepitar del suelo/ anuncia la danza incomprensible (p. 9)” , anota en Gea, cuyo objeto es el relato de un ritual como los que acontecen en algunos lugares de Los Andes y en los cuales se entregan ofrendas -y la propia voluntad- a la tierra en virtud de la fecundidad y protección. A partir de estas imágenes, la autora también ofrece una descripción de las gravitaciones, zonas de contacto en las que la lengua (en su dimensión poética), decanta a sus portadores, ya sea por sus sentimientos o acciones, ya sea por su juego de entendimiento, casi siempre a tientas: “la gravedad en medio del pecho/es más que esta mano tullida” (p. 35).
Poema -acaso- angular para entrar al conjunto del libro (conjunto de ánimo orgánico más que estético o abstracto) es Destilación (P.31), escrito en términos de Arte Poética: “la cadencia en su oído no se proyecta/ porque no resuena sino pesa”, parte el poema, planteando algunas cuestiones estilísticas que caben más en el orden del testimonio, vistiendo al conjunto -consolidándolo, en el fondo- de un carácter horizontal, justamente, gravitatorio. La gravitación, en suma, es una manera de llegar al planeta, antes que al mundo, y ser, a partir de ahí, el poema germinando como el árbol o la montaña: “ocupar la tierra es desocuparla (…) asentarse es agitar el arco firme y la fractura/es abrir los surcos en las avenidas/ demoler los muros uno a uno/ retorcerse como las capas de la tierra/ sostener el arriba henchido como el cauce de los rios/ abrirlo palmo a palmo y hacerlo girar” (p. 41).
Cualidad que funciona, además, como hilo conductor y elemento significativo, es la ausencia de puntuación y mayúsculas. El poemario completo es una suma de versos interdependientes que, como poema o en su carácter individual, no anulan a los otros, ampliando el juego hasta los límites de la propia imaginación. Cada verso atiende al concepto central sin dejar de ser, en sí mismo, un elemento autónomo, y asimismo los poemas, episodios capaces de mimetizarse con varios contextos o -probablemente- diversas propuestas, sin ir en desmedro alguno de la que aquí se presenta.
Atendiendo a su título, Ethel Barja ofrece un camino a la tierra que, sin constituir un retorno, sí invita a reconstituir nuestro propio ritual de contacto. Sus versos, lejos de la lógica Huidobresca, no abren puertas, las derriban, o bien las abandonan. Esta palabra no es arquitectónica.No levanta su rito demiúrgicamente, sino que desciende hasta un punto original, sin que ello signifique una deconstrucción: esta palabra interactúa, se posiciona en relación al todo, sin ánimo paradigmático. Antes, es un trabajo de artesanía fraguado en el fuego del silencio, en comunión con aquello de lo que viene y que sostiene tanto a su autora como la palabra que esgrime: esta es poesía de alcance natural, planetario.