Un testamento en la arena. Mahomenos de Jorge García Bastías.

    Las ciudades serpentean en los pies, las manos. Van ajando los rostros, cerniendo una culpa que aplasta prodigiosamente con el mínimo hollín de los motores. Y en el desierto, se agrega la elocuencia de una planicie que devora: la voz desaparece reemplazada por el hastío; la palabra, por una mudez submarina que, paradójicamente, seca los huesos. Las noches de una ciudad en el desierto pueden ser una desgracia o una maravilla, entendiendo que, transitando entre los extremos, ocurre la aventura de la vida aunque parezca que su conjunto es un hormiguero cansado y eléctrico. Podemos saber eso a través de Mahomenos, de Jorge García (Santiago, 1983), podemos verlo abriendo la noche con un verso que jamás ha logrado decir en voz alta. Un verso que pueda no importarle, de tanto que lo persigue.

    Pensar en el título puede ser un engaño. Creer que apela a una coloquialidad irresoluta, también. Intentar descifrarlo, otra pérdida en el transcurso de sus páginas. Hay, en todo caso, algunas luces en la misma contratapa del libro, además del tímido recuerdo generacional, ya anquilosado y probablemente nunca muy popular, de la expresión “creerse más o menos”, por decir -medio en broma, medio en serio- de alguien que goza de un exceso de amor propio, más que de confianza. En esa línea, el título funciona más como un ejercicio despectivo del producto sin abandonar la ternura con que se ve. Y aunque apela también a la irreverencia del conjunto, no contiene de manera alguna el espíritu del libro, algo que llama la atención y anticipa la negativa casi sistemática del trabajo a ser, en alguna medida, descrito.

    Las caminatas por la noche de las ciudades, su silencio y, dentro de él, la permanente divagación, la cuestión de la Realidad (en su dimensión concreta) como un objeto cuya lucha – la que el poeta entabla- es justamente tener que abarcarlo. Ya la pura palabra se le mueve en el pecho como una cucaracha huyendo de la luz. “Me estoy atando los zapatos, contento, silbando, y de pronto la infelicidad”, cita que abre y propone una línea de sentido que de ninguna manera es definitiva, sino todo lo contrario: la imprevisibilidad con que el personaje de esta cita es atacado es la mecánica con la cual se han ido articulando (o des-articulando) los fragmentos y poemas del volumen.

    La luna de Cortázar finalmente es el camino que encuentra para abandonar. Un juego deconstructivo, una prueba constante a la lógica o una lógica provocación al orden elemental de las relaciones -lingüísticas, más que sociales-, deshechos en el clásico rechazo en que lo metafísico se mezcla con el desvarío. “estrictamente arrepentirse es volver (….) Desde los inicios del fuego nos han hecho creer que podemos relatarlo todo”, sentencia en Equívoco, un ejercicio de perspectiva, si se toma en cuenta el tratamiento práctico de un hecho más bien abstracto: el arrepentimiento. Su voz es la no-voz, es un alarido que sólo le arranca, usualmente, una sonrisa disuelta en la bocanada de humo que libera al final de un vaso o abriendo otra botella: “oiré como lloras y pides perdón, porque te falta una pausa/ te falta un abismo”, y más adelante: “Construir definitivamente nunca habrá sido el verbo/ si guardamos silencio, qué habrá” (P. 19)

    El poeta camina a ciegas, y da para pensar de que fuera más por vocación nocturna que por cuestiones estéticas. Lo suyo es escupir la poesía a su propio reflejo, al conocimiento que carga. Lejos de ser una recapitulación, la inserción de “espacios” -o fragmentos y relatos- narrativos recrea un plano a partir del cual se proyecta una demolición total, hasta los mismos cimientos del poeta. Porque este discurso disrruptivo no recae en la poesía, sino más bien marca un límite respecto del poeta, iniciando así una trayectoria

implosiva de la cual, sólo a lo largo del libro, podrá ser vista en su totalidad cuando la debacle termine por desequilibrar el semblante, la última frontera de cordura: el miedo mayor del poeta, finalmente, es abrir la boca y decir algo. “Porque eres tierra y me duele pronunciarte/ Porque eres tierra y nosotros tus vástagos/ Profundamente violándote”, confiesa en Esbozo de química y retroceso.

    El dolor aparece más en el sentido de categoría que como espacio emotivo o elemento de la catarsis. Es un coloso al que se describe por oposición, o sea, por aquello que oculta tras su silueta o bien a través de lo que no se dice de él. No hay mediación entre el dolor y el motivo literario: el libro no funciona como vía o elemento definitorio sino como rodeo al dolor; también como una acusación al pánico, siempre al acecho: el pánico como una certeza, guardada u oculta -a su vez- como una estocada bajo el poncho. Lista de abril, pudiendo ser entendido como un manifiesto, esgrime:

Hay libros que no entenderé y eso me hace estúpido.
Hay personas a las que no comprendo y eso me hace un mentiroso. Hay cosas que nunca compraré y eso me hace un capitalista. (envidioso y totalmente incompleto)
(…)
Hay drogas que no probaré.
Hay lugares que no visitaré.
Hay amores que no conoceré. (P.40)

    Porque el mundo le duele, porque el pánico llega y ese vaivén es una estocada que penetra sin cansancio, porque en la soledad del poeta hay más búsqueda que martirio, porque el licor no es una fiesta ni una resurrección, tampoco un medio mas sí una herramienta, el libro eleva una consigna que, aunque confusa -o precisamente por eso-, se mantiene en pie gracias a su cercanía con la tierra firme: porque el mundo sigue girando, no se pueden bajar los brazos, aunque nos hagamos pedazos el rostro elevando la sonrisa.

    Finalmente, como rezan las tres poesías de Parra: “Sólo una cosa es clara/ Que la carne se llena de gusanos”, y el poeta agrega, implícitamente: en tales circunstancias, vale más seguir cantando “‘¡Porque las palabras son nuestras!/ ¡Porque Ellas nos arrebatan!”

     Invito a leer este libro, a buscarlo, no por ser un nuevo faro en la noche mecánica del mundo contemporáneo, sino todo lo contrario: es un libro hecho a pie, un mensaje cifrado desde las llagas del defecto, desde la cama revolcada. Es un mensaje dicho al extraño del bar o al desconocido de la micro, a todos y a ninguno. Y es, sobre todo, un testamento en la arena.

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