“Es el primer plano el que hiere mi corazón”
Detrás del papel se adivina un trazo. El trazo, más allá del papel, se deshace en la penumbra. Un relámpago revela otras sombras, pero no se alcanza a ver si alguien pinta o escribe. Tamaña es la sensación que queda después de leer Alamiro de Adolfo Couve, un retrato hablado que a ratos insinúa un abismo al cual sólo queda lanzar antorchas. Aquí, catorce notas que figuran el azoramiento que atraviesa este trabajo.
- La imagen dialoga con el narrador. El narrador, como en un salto de cuerda, se sube al ritmo y traza la imagen. La ambigüedad tensa el arco del relato en imágenes simples, abiertas al viento que, elemento ocasional, dirige el sonido en las acciones.
- Hay un ejercicio de cosificación a través de la metáfora en el cual se convierte a la humanidad en otro accesorio del paisaje. “Mi padre es un impermeable blanco en el andén,” dice, y ya es lo mismo que una maleta. El reconocimiento orgánico del elemento humano permea la composición de una organicidad donde los elementos dialogan horizontalmente y en línea (hasta) independiente.
- El rito es un elemento que concentra la energía espiral del relato. Cada episodio es un ciclo que no deja de repetirse, pero se suma con fuerza a otros ritos: la misa, crecer, las separaciones, las cartas periódicas. “Como de costumbre el domingo es un día increíble,” “Grito de guerra que subirá escalas y escarbará cajones: ‘a misa, a misa’,” frases como preámbulos que se suspenden en el punto, respiro o abandono del narrador, memoria a ojos cerrados que de pronto se abren.
- El rito, por lo mismo, establece un patrón, que a su vez es persistencia. La persistencia, finalmente, será el método por el cual el narrador se hace al mundo.
- La clase es un componente constitutivo del personaje. Sin nombre claro, su marca distintiva es un artículo que marca su cotidianeidad y, por lo mismo, su mirada diaria del mundo: “- Mamá, esta chaqueta me queda muy grande/ -Verás que todos tus compañeros tendrán uniformes ‘crecedores.’” Además generacional, la marca hecha por la imagen es un retrato múltiple, una foto del diario, una fila, una conversación familiar. Por lo mismo, el medio es un elemento coercitivo en el cual la madurez es una exigencia observada a través de la asimilación o la vergüenza: “Mamá, hay que pedirlo en inglés,” responde el pequeño después de ser devuelto a casa.
- El viento es un elemento que revela tanto como desfigura o deshace. “Mi hermana en camisón atraviesa la noche y me trae el viento que hacía temblar los paltos,” imagen que diluye la escena misma en la que los acontecimientos suceden. Algo similar ocurre cuando describe la insolencia broncínea de “un padre de la patria” enfrentando al viento que “se arremolina al cielo para dispersar la Vía Láctea.” Sonido y motor, el viento perfila, pule aquello que el narrador-dibujante-pintor va adhiriendo al papel febril.
- Luz mediante la obturación, la apertura de la luz en la penumbra como párpado abierto sobre los personajes, los pensamientos, sobre los trazos del relato casi transversalmente. La luz, finalmente, como síntoma del color que ataca el recuerdo de quién narra: “Somos dos puntos mínimos bajo un gran cono de luz,” dice el narrador antes de cerrar el lente, de suspender el pincel y la palabra.
- XVIII y XIX: el presentimiento como síntoma de maduración, nunca de madurez. Los procesos como una ejecución permanente, inconclusa; la vida que acusa el relato como una espiral que barrena el infinito y nos muestra, a partir de las revelaciones y los desengaños, distintos elementos de la misma imagen. La revelación juega como punto de fuga, marcando perspectivas que insinúan procesos que, si bien empiezan, nunca se acaban. La vida para el narrador es, acaso, una labor.
- La crueldad como revelación y la yuxtaposición de la muerte: el dolor como una reminiscencia intermedia, sincrética. “Vivas y gritos, pero el tordo muere.”(35)
- El uso de la memoria se adivina como algo elegíaco, es desde aquí que todo está velado por la luz y aquello que se deja descubrir en el ejercicio del retrato. Como cuando se afina la vista y se prepara el trazo, borrado ya como un testimonio que se repasa, el narrador va hilando los recuerdos como si cantara a los muertos que yacen en ese pasado, como si aquello que no recuerda fuera –que puede proponerse a partir de lo que el relato calla- un museo incalculable, nunca visitado y por lo mismo temible. La memoria como elegía es también la penumbra en cuyo borde se cuelgan las piezas de esta historia.
- La vida cotidiana traza un paisaje. En dicho paisaje acontece la novela. Dentro de ella, como pintando un interior circular, el narrador hace que las cosas, por destellos, casi accidentalmente, eclosionen ante su propio azoramiento, extendido a los lectores.
- Por lo mismo, la humanidad que habita el relato es en realidad un allegado, casi un componente de naturaleza muerta. Esta condición de organicidad respecto del paisaje antes mencionado no elude ni horizontaliza, como pudiera creerse (o quererse) a la humanidad presente de manera transversal en el relato. Tampoco la critica, y si lo hace, es mediante la exposición. Un zapato dibujando un arco, que a su vez revela un patio; los focos que revientan la bicicleta desde la cual Alamiro siente el mundo, las uvas chorreantes sobre el piso, la ropa, los racimos desgranados como también se esparcen los personajes por los rincones del relato, todo, yace bajo una mirada panorámica, paisajística.
- Ante este retrato hablado, las relaciones sociales siempre plantean una duda. El narrador, azorado, tal vez hablándose a sí mismo antes de cada trazo, figura cada acontecimiento –social o íntimo- como una duda que no busca resolverse y sin embargo horada: al relato, los lectores, al mismo narrador que, pareciera, descubre a la par de cada lectura.
- Al final, los espacios hablan más, sea por lo que ocultan, lo que falta o quiénes transitan en ellos. Personificación para nada mitificadora, amasada en el relato de principio a fin. De imaginación difícil, el narrador diluye los personajes en los espacios y crea una voz única, para todos y para nadie. Queda entonces una escena que, prefigurando el colofón, corona la historia y permite al lector a colgar el retrato en un punto de fuga desde el cual imaginar la verdadera novela, acaso abandonada al borde de la oscuridad que, cual Rembrandt, Couve señala, de a poco y con paciencia.
Nota: Las presentes notas fueron tomadas tanto desde la versión digital de Alamiro (accesibles en el sitio memoriachilena.cl) como de las Obras Completas de Adolfo Couve, material adquirido recientemente. Su brevedad no invita, obliga a acercarse a sus páginas. Abajo el link para descarga.