Prefiero ser de piedra, estar oscuro,
a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreír”
G.R.- Contra la Muerte
Los versos de Gonzalo Rojas son elocuentes en “Contra la Muerte”, y trazan un manifiesto en donde la vida florece y ataca. Poder decir que Mario Bellatín (1960) traza una línea igual evidente respecto de la muerte – más precisamente, del ir muriéndose– en “Salón de Belleza” (Alfaguara, 2013) es resbalar en el fango. La línea temporal que puede sacarse en limpio, aunque no rotunda, cuenta la historia de alguien regenta un moridero que alguna vez fue salón de belleza, su pasión por los peces y sus aventuras nocturnas vestido de mujer.
No hay muchas cosas claras en esta novela. A decir verdad, su elocuencia radica en la virtud del balbuceo, mas no desvarío: mientras uno constituye decir las cosas de manera inconexa, de a mitades, el otro representa el quiebre total de la lógica, una afrenta al sentido común. Y justo en el medio, Bellatín clava la bandera y cuenta, a partir de la fascinación por los peces, cómo dirige el lugar donde la gente va a compartir la soledad mientras se muere sin remedio. Porque ese es otro elemento que carece de maquillaje y cuya substancia es precisamente su desamparo, es la permanente soledad del relato: mientras la compañía como elemento de sus aventuras es una mera circunstancia en el tejido de la historia, para los enfermos es una condición en la cual hasta el estoicismo es una carencia.“Lo triste son las formas”, dice el narrador en un momento, revelando la única arista –diríase- emocional de la historia: todo lo que se diga será en vano porque la muerte llega como llegan los días, irremediables, atados a los ciclos más naturales que metafísicos. Morirse, para el ex-estilista, no es más que un trámite para el cual él provee una sala de espera. Y ese acto, desmaquillado del fácil heroísmo (de hecho retratado en las Hermanas de la Caridad), es un acto de humanidad, acaso el único presente en el relato.
Hacia el final de la historia, cuando ya ha repasado la muerte de los peces, su secreto amor con el joven que transportaba droga y los pacientes que llegan a morir sin detenerse, el narrador se detiene en su propia enfermedad, punto de fuga desde el cual traza los planes para acabar con todo, incluso él mismo: la reorganización del salón de belleza, teniéndolo a él como único despojo. Lo triste son las formas, vuelve a resonar no en el relato, pero sí entre sus líneas.
En definitiva, las posibilidades que ofrece “Salón de Belleza” no se acaban en los múltiples argumentos que levanta como el polvo en los desiertos, sino que se renuevan con frase ya citada a modo de contraargumento. Como sea, “Lo triste son las formas”, y no cabe más acción, sobre el papel, la historia y la desconfiada lectura que se repite en cada lector, que leerla fuera del canon, si eso es posible, el tiempo (y espacio) oscuro desde el cual es necesario salir, o hacia el cual es necesario internarse.