Sobre Camanchaca, de Diego Zúñiga
¿Qué captura una fotografía? ¿Para qué se conserva una imagen? ¿Cuándo se acaba su contenido? Difícil contestar si la respuesta niega el resumen. Diego Zúñiga (Iquique, 1987) ofrece un punto de fuga en Camanchaca (Mondadori, 2013). Contado por fragmentos, simula un álbum lo que allí se cuenta: fragmentación familiar que construye caminos que se cruzan,se tuercen, se borran entre sí.
La imagen, pecera o reducto, ofrece movimientos estrechos que imitan acaso la inmovilidad de una fotografía. Hay un viaje, un recuerdo, está la deriva de quién piensa algo más allá de sus posibilidades. También el horror, pequeño y cotidiano, de aquello que no escapa a la memoria. La relación entre lo que se fija y lo que fluye está suspendida.
La camanchaca como metáfora invitaría a pensar en la confusión como la carga de una vida traumada. El recuerdo de un familiar, la muerte que nadie menciona y se acusa, sin embargo, en ese silencio, la vida filial más allá del borde, son temas que se van armando a medida que la línea que une los puntos se multiplica. Dios como una pregunta que no se hace, en vez del camino que se emprende a ciegas, es la trastienda de un pasado que se evade. El viaje, entonces, es una procesión dolorosa en la que su protagonista divaga como si se tratara de otra persona.
Por último, la podredumbre va emulando una condición general de la existencia de los personajes, sumidos en su propio espanto. El protagonista, moviéndose a tientas, intenta respuestas que sangran como su propia boca, que insinúa el dolor mismo de la palabra, la que sobresale, aunque todos se muerdan la lengua. Despojado, de todas maneras, el libro va poblando la especulación con estas imágenes de un rompecabezas que no termina.
