Sobre País de la Siguaraya, de Jamila Media Ríos.
Mirar el sonido y transformarlo en color. Oír el color como Rimbaud leía las vocales. Mezclar la memoria con el ritmo ritual de un pálpito. Algunas otras cosas, también, son posibles en El País de la Siguaraya (Letras Cubanas, 2017) de Jamila Medina Ríos (Holguín, 1981) gracias a la torsión y la transición circular de color y sonido. Hay un camino invisible entre el ritmo casi ritual, casi respiratorio, y el color sin degradaciones con que se yuxtaponen las imágenes. Toda la intensidad de una oralidad torcida hace posible el fenómeno.
El color, sin claroscuro que lo diluya, habla de un paisaje en el que cuelga el sonido. Las imágenes, cuyo relieve no importa, van armando un espacio que, si bien no es inhóspito, se percibe accidentado. Se abandona el cuerpo a la aventura, no hablan quienes viven, sino los espacios que habitan en ellos.
La voz poética es un ejercicio de memoria y proceso: lo primero ocurre en cada paso, lo segundo, en cada pensamiento. Los colores, por tanto, sustituyen las palabras por esqueletos de un significado que nunca termina de decirse. Hay un esconder la mano mientras la piedra emite sus ondas en el charco. Hay, por eso, un juego de descubrimiento en el cual, mediante el sonido, el hablante se deslumbra. Y esa sorpresa es la chispa que genera la sinestesia.
El sonido, en suma, va dando destino a cada color, como el pálpito le da movimiento a la sangre. Cada paso, cada pulso del sonido en el ambiente es también un color: se revela el árbol con la metonimia del sonido, que es también color que revela el pensamiento que subyace. Siendo injusto, el libro sorprende. Siendo preciso, el libro transforma. Circular y perpetuo, también pregunta.
