Don’t try: Sobre “Salón de belleza” de Mario Bellatín

Prefiero ser de piedra, estar oscuro,

a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreír

G.R.- Contra la Muerte

Los versos de Gonzalo Rojas son elocuentes en “Contra la Muerte”, y trazan un manifiesto en donde la vida florece y ataca. Poder decir que Mario Bellatín (1960) traza una línea igual evidente respecto de la muerte – más precisamente, del ir muriéndose–  en “Salón de Belleza”  (Alfaguara, 2013) es resbalar en el fango.  La línea temporal que puede sacarse en limpio, aunque no rotunda, cuenta la historia de alguien regenta un moridero que alguna vez fue salón de belleza, su pasión por los peces y sus aventuras nocturnas vestido de mujer. 

            No hay muchas cosas claras en esta novela. A decir verdad, su elocuencia radica en la virtud del balbuceo, mas no desvarío: mientras uno constituye decir las cosas de manera inconexa, de a mitades, el otro representa el quiebre total de la lógica, una afrenta al sentido común. Y justo en el medio, Bellatín clava la bandera y cuenta, a partir de la fascinación por los peces, cómo dirige el lugar donde la gente va a compartir la soledad mientras se muere sin remedio. Porque ese es otro elemento que carece de maquillaje y cuya substancia es precisamente su desamparo, es la permanente soledad del relato: mientras la compañía como elemento de sus aventuras es una mera circunstancia en el tejido de la historia, para los enfermos es una condición en la cual hasta el estoicismo es una carencia.“Lo triste son las formas”, dice el narrador en un momento, revelando la única arista –diríase- emocional de la historia: todo lo que se diga será en vano porque la muerte llega como llegan los días, irremediables, atados a los ciclos más naturales que metafísicos. Morirse, para el ex-estilista, no es más que un trámite para el cual él provee una sala de espera. Y ese acto, desmaquillado del fácil heroísmo (de hecho retratado en las Hermanas de la Caridad), es un acto de humanidad, acaso el único presente en el relato.

            Hacia el final de la historia, cuando ya ha repasado la muerte de los peces, su secreto amor con el joven que transportaba droga y los pacientes que llegan a morir sin detenerse, el narrador se detiene en su propia enfermedad, punto de fuga desde el cual traza los planes para acabar con todo, incluso él mismo: la reorganización del salón de belleza, teniéndolo a él como único despojo. Lo triste son las formas, vuelve a resonar no en el relato, pero sí entre sus líneas.

            En definitiva, las posibilidades que ofrece “Salón de Belleza” no se acaban en los múltiples argumentos que levanta como el polvo en los desiertos, sino que se renuevan con frase ya citada a modo de contraargumento. Como sea, “Lo triste son las formas”, y no cabe más acción, sobre el papel, la historia y la desconfiada lectura que se repite en cada lector, que leerla fuera del canon, si eso es posible, el tiempo (y espacio) oscuro desde el cual es necesario salir, o hacia el cual es necesario internarse. 

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Caleidoscopio: sobre Buenas Noches Luciérnagas de Héctor Hernández Montecinos

Un caleidoscopio no sólo multiplica una imagen, sino que aumenta las perspectivas desde las cuales observar el mundo. Esta multiplicidad, llevada al ámbito de la escritura, puede mover los límites de la misma, si acaso no los borra. Tendidos sobre estas líneas, Héctor Hernández Montecinos (1979) ofrece en Buenas noches Luciérnagas. Materiales para un ensayo de vida(RIL, 2017) un manual de desarme que no sólo permite la lectura múltiple, sino que extiende los límites de aquello que podemos leer y  -quizá- pensar sobre el oficio de la escritura.

Para leer este libro hay que atacar por varios frentes. No se trata de agotar sus lecturas, que pueden ser tantas como sus lectores, sino de localizar aquellas que permitan un salto interactivo a todas esas otras, potenciales perspectivas.

Como testimonio, el libro da cuenta de un camino de formación y deformación del sentido de un poeta, en tanto que figura de la articulación social, artística y política. Como dispositivo documental, el libro es una vista panorámica –aunque con una clara perspectiva- del oficio en Chile y sus alcance-diálogos-circuitos en el resto del continente. Como tema de discusión, puede serlo todo y por lo mismo, por levantar tanto polvo, es imposible dar con una arista. De ahí que la idea de perspectiva se reitere desde el comienzo: buscar el punto de fuga desde el cal agarrarse es fundamental para “dar con un método” de lectura que permita entrar en el libro.

El lector que requiere este libro debe estar comprometido con la multiplicidad fluida que subyace en la literatura. De contorno nebuloso, sus distintos apartados son sencillamente una serie de piezas intercambiables, y hasta podríamos especular con que el orden del libro responde a una intuición o bien es un hecho espontáneo. Y por intuición se habla de aquella que cala los huesos, la que revela el todo con una claridad que quema, una intuición total y poética. Dicha intuición no puede ser un mal elemento si se toma en cuenta de que este libro intenta tensar aún más los límites de cada género, de diluirlos en vez de mezclarlos.

El autor recorre la densidad de cada contenido, y por lo tanto somete cada parte a una separación de fases donde cada elemento tiene su propio color y, por lo mismo, profundidad.

Este libro, en virtud de ser llamado como tal, ofrece un temario de conversaciones  y-pareciera- que aunque lo tiene, reniega de su hilo conductor: el estado de la condición de Poeta respecto de una sociedad y el lugar que se hace (quizá) según el rol que decida jugar. Sólo nos queda girar el lente e ir descubriendo los matices que ofrece.

Servir para otra guerra. Sobre Abandono, de Jonathan Guillén Cofré

Hay quienes dicen que se lucha para sobrevivirse a sí mismo y terminar muriendo en manos del destino, cumpliéndolo. Los escenarios son siempre inciertos en esta perspectiva, y caben, en sus posibilidades, el triunfo o el abandono. De éstos, el segundo requiere una cuota acaso mayor de heroísmo: no sólo se abandona aquello que no puede combatirse o superarse, también se abandona lo que uno fue cuando ocurrió la debacle. El refrán popular que soslaya la fuga, en esta reseña, se reformula para indagar en el retrato (inconcluso) de la reconstrucción humana que Jonathan Guillén Cofré entrega como uno de los elementos posibles en Abandono (Editorial Navaja, 2017), su nueva entrega.

Casi fotográfica, la serie de poemas de autoexilios traza una línea de observación utilizando el extrañamiento como método de abstracción de aquello que el poeta decide abandonar. ¨Lejanos son los rincones de la infancia,” propone el poeta, y más tarde dice “afuera el camino y la muerte.” El poeta, buscando lo otro que puede llegar a ser, vuelve la espalda a aquello que se es en las imágenes desgranadas en cada poema de esta sección. Para ello, utiliza la sospecha –y no la duda, más gentil, de cínica diplomacia- como trayectoria de aproximación al mundo al que, se adivina, ha decidido hacerle la guerra: “Pero son una trampa las fronteras/cada uno carga sus muertos,” señala en “Autoexilio 4”, indicando los problemas domésticos como una arista de los problemas profundos de quien abandona y se desplaza. Es en esta vorágine que el hablante, además de acusar el movimiento, se vuelve una víctima del mismo y –quizá- de su propia sospecha: “No recuerdo/el minuto exacto/donde todas las trayectorias/me condujeron lejos,” apunta, azorado, el poeta que mantiene un punto de apoyo en la memoria, con la cual empuja su mundo en constante arrebato-reformulación: “pero yo los convoco/cuando camino/por estos desiertos/por estas playas/por las carreteras/en ambas direcciones/pero siempre lejos de casa/día y noche/solo.”

En Abandono, corazón de este retrato, la aventura no existe sino en su trastienda. “Cada vez se está más solo/las mujeres palidecen/se apagan como este lucero por las mañanas/una de ellas se olvidó algo de ropa,” va contando en “La pérdida,” mientras en “Fiebre” deshace la murete como suceso revelador, aunque es, al mismo tiempo, punto cardinal de aquello que se hace necesario –para el hablante, para este libro- para entablar la nueva perspectiva que se busca: “El hombre/no ha descifrado ningún secreto/todo sigue guardado en los cajones primitivos/de la condición humana.”

Hay también una tensión entre el recuerdo, la nostalgia y el presente del hablante. “Las playas” ofrece una perspectiva de la evocación que se basa en una escaramuza que acentúa, en todo caso, la necesidad de abandono constante del poeta en este trabajo. A partir de ello, la incompletud con que el poeta se expone al mundo –una vez que el abandono fue posible- se transforma en un ente victimario que en ningún momento martiriza y, sin embargo, señala un rasgo si no heroico, al menos loable: “no importa tanto la frontera que cruzas/cuando escapas de ti mismo/o de lo que fuiste para otros,” marca –sin esperanza, sin derrota- el poeta en “Todo sucede lejos,” parte de Lejanías, última sección de este trabajo.

El extrañamiento como antagonista del poeta; el desarraigo como metonimia del extrañamiento. Repitiéndose, ya consolidado, el poeta es el único artífice de su tragedia y, por lo tanto, el único portavoz de esta palabra inconclusa, mas no incompleta. “Vivir fuera en otro Pacífico” hace de colofón a este retrato, que marca un camino que, aunque visto, es poco transitado en la palabra actual y que atiende a una escuela que deposita en el componente humano la medida de las cosas del mundo que insinúa. El extrañamiento, la enemistad con el medio, el antagonismo con la memoria o la brutal resistencia al miedo como vías de tránsito poético, van zurciendo en Abandono una cicatriz que provoca tanta fascinación como sobresalto. En virtud de conocerse, el relato demanda lo que toda poética debiera exigir para ser vivida: el atrevimiento más allá del vértigo que involucran sus líneas. “sólo accedo a perderme/a ir y venir entre las habitaciones/y no saber dónde estoy,” y asimismo, nos perdemos todos en estas páginas, sin heroísmo, sin esperanza.

 

Fiesta Patronal (Tríptico)

I

DIANA

 

Al aire la campana que anuncia

al pecho la música bullente

 

El bombo bramante en suspenso

platillo y fulgor abriendo el canto

 

Y todos nosotros vibrando

en una canción que nos construye

 

II

COMPARSA

 

Soplo a soplo

como un susurro que late

alguien borda una pregunta en el aire

 

Temblor de por medio

alguien sostiene el ritmo

el rito

el pulso

 

Soplo a soplo agarrando el viento

viene la respuesta

a posarse en un oído que retorna

a su breve silencio

 

Golpe a golpe sobre el cuero

otro canta y obliga a cantar

todos juntos navegando

como ráfaga escalando la quebrada

 

Y al final de la campana

todos vuelven a mirarse

en el espejo que el viento traza

entre pregunta y respuesta

 

III

CACHARPALLA

 

Parto a mi rumbo detrás de la marcha

siempre buscando la misma pregunta

 

Llego al final del viaje como otra estación

como otro matiz apurando la noche

 

Voy tambaleando a pulmón y congoja

sigo bailando en la marcha

aunque todo termine

aunque todo termine

 

Voy a volver un día

a flamear mi bandera en el cielo

y todo será de nuevo

una canción rompiendo el día

 

 

Retrato Hablado: 14 aproximaciones a «Alamiro» de Adolfo Couve

 

“Es el primer plano el que hiere mi corazón”

 

Detrás del papel se adivina un trazo. El trazo, más allá del papel, se deshace en la penumbra. Un relámpago revela otras sombras, pero no se alcanza a ver si alguien pinta o escribe. Tamaña es la sensación que queda después de leer Alamiro de Adolfo Couve, un retrato hablado que a ratos insinúa un abismo al cual sólo queda lanzar antorchas. Aquí, catorce notas que figuran el azoramiento que atraviesa este trabajo.

 

  1. La imagen dialoga con el narrador. El narrador, como en un salto de cuerda, se sube al ritmo y traza la imagen. La ambigüedad tensa el arco del relato en imágenes simples, abiertas al viento que, elemento ocasional, dirige el sonido en las acciones.

 

  1. Hay un ejercicio de cosificación a través de la metáfora en el cual se convierte a la humanidad en otro accesorio del paisaje. “Mi padre es un impermeable blanco en el andén,” dice, y ya es lo mismo que una maleta. El reconocimiento orgánico del elemento humano permea la composición de una organicidad donde los elementos dialogan horizontalmente y en línea (hasta) independiente.

 

  1. El rito es un elemento que concentra la energía espiral del relato. Cada episodio es un ciclo que no deja de repetirse, pero se suma con fuerza a otros ritos: la misa, crecer, las separaciones, las cartas periódicas. “Como de costumbre el domingo es un día increíble,” “Grito de guerra que subirá escalas y escarbará cajones: ‘a misa, a misa’,” frases como preámbulos que se suspenden en el punto, respiro o abandono del narrador, memoria a ojos cerrados que de pronto se abren.

 

  1. El rito, por lo mismo, establece un patrón, que a su vez es persistencia. La persistencia, finalmente, será el método por el cual el narrador se hace al mundo.

 

  1. La clase es un componente constitutivo del personaje. Sin nombre claro, su marca distintiva es un artículo que marca su cotidianeidad y, por lo mismo, su mirada diaria del mundo: “- Mamá, esta chaqueta me queda muy grande/ -Verás que todos tus compañeros tendrán uniformes ‘crecedores.’” Además generacional, la marca hecha por la imagen es un retrato múltiple, una foto del diario, una fila, una conversación familiar. Por lo mismo, el medio es un elemento coercitivo en el cual la madurez es una exigencia observada a través de la asimilación o la vergüenza: “Mamá, hay que pedirlo en inglés,” responde el pequeño después de ser devuelto a casa.

 

  1. El viento es un elemento que revela tanto como desfigura o deshace. “Mi hermana en camisón atraviesa la noche y me trae el viento que hacía temblar los paltos,” imagen que diluye la escena misma en la que los acontecimientos suceden. Algo similar ocurre cuando describe la insolencia broncínea de “un padre de la patria” enfrentando al viento que “se arremolina al cielo para dispersar la Vía Láctea.” Sonido y motor, el viento perfila, pule aquello que el narrador-dibujante-pintor va adhiriendo al papel febril.

 

  1. Luz mediante la obturación, la apertura de la luz en la penumbra como párpado abierto sobre los personajes, los pensamientos, sobre los trazos del relato casi transversalmente. La luz, finalmente, como síntoma del color que ataca el recuerdo de quién narra: “Somos dos puntos mínimos bajo un gran cono de luz,” dice el narrador antes de cerrar el lente, de suspender el pincel y la palabra.

 

  1. XVIII y XIX: el presentimiento como síntoma de maduración, nunca de madurez. Los procesos como una ejecución permanente, inconclusa; la vida que acusa el relato como una espiral que barrena el infinito y nos muestra, a partir de las revelaciones y los desengaños, distintos elementos de la misma imagen. La revelación juega como punto de fuga, marcando perspectivas que insinúan procesos que, si bien empiezan, nunca se acaban. La vida para el narrador es, acaso, una labor.

 

  1. La crueldad como revelación y la yuxtaposición de la muerte: el dolor como una reminiscencia intermedia, sincrética. “Vivas y gritos, pero el tordo muere.”(35)

 

  1. El uso de la memoria se adivina como algo elegíaco, es desde aquí que todo está velado por la luz y aquello que se deja descubrir en el ejercicio del retrato. Como cuando se afina la vista y se prepara el trazo, borrado ya como un testimonio que se repasa, el narrador va hilando los recuerdos como si cantara a los muertos que yacen en ese pasado, como si aquello que no recuerda fuera –que puede proponerse a partir de lo que el relato calla- un museo incalculable, nunca visitado y por lo mismo temible. La memoria como elegía es también la penumbra en cuyo borde se cuelgan las piezas de esta historia.

 

  1. La vida cotidiana traza un paisaje. En dicho paisaje acontece la novela. Dentro de ella, como pintando un interior circular, el narrador hace que las cosas, por destellos, casi accidentalmente, eclosionen ante su propio azoramiento, extendido a los lectores.

 

  1. Por lo mismo, la humanidad que habita el relato es en realidad un allegado, casi un componente de naturaleza muerta. Esta condición de organicidad respecto del paisaje antes mencionado no elude ni horizontaliza, como pudiera creerse (o quererse) a la humanidad presente de manera transversal en el relato. Tampoco la critica, y si lo hace, es mediante la exposición. Un zapato dibujando un arco, que a su vez revela un patio; los focos que revientan la bicicleta desde la cual Alamiro siente el mundo, las uvas chorreantes sobre el piso, la ropa, los racimos desgranados como también se esparcen los personajes por los rincones del relato, todo, yace bajo una mirada panorámica, paisajística.

 

  1. Ante este retrato hablado, las relaciones sociales siempre plantean una duda. El narrador, azorado, tal vez hablándose a sí mismo antes de cada trazo, figura cada acontecimiento –social o íntimo- como una duda que no busca resolverse y sin embargo horada: al relato, los lectores, al mismo narrador que, pareciera, descubre a la par de cada lectura.

 

  1. Al final, los espacios hablan más, sea por lo que ocultan, lo que falta o quiénes transitan en ellos. Personificación para nada mitificadora, amasada en el relato de principio a fin. De imaginación difícil, el narrador diluye los personajes en los espacios y crea una voz única, para todos y para nadie. Queda entonces una escena que, prefigurando el colofón, corona la historia y permite al lector a colgar el retrato en un punto de fuga desde el cual imaginar la verdadera novela, acaso abandonada al borde de la oscuridad que, cual Rembrandt, Couve señala, de a poco y con paciencia.

 

Nota: Las presentes notas fueron tomadas tanto desde la versión digital de Alamiro (accesibles en el sitio memoriachilena.cl) como de las Obras Completas de Adolfo Couve, material adquirido recientemente. Su brevedad no invita, obliga a acercarse a sus páginas. Abajo el link para descarga.

http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-72487.html

Diciembre en la esquina

 

Bocina, lontananza y grito pelado: en mi esquina, la esquina de las vecinas y los amantes, donde los chiquillos se contaban el amor entre dientes y de a susurros se iban sacando los besos de cuando en cuando, era carnaval y jolgorio durante diciembre.

La tradición obligaba a bajar del pasaje, a juntarse de punta a punta en esa bocacalle a mirar a los cuatro vientos la primera señal del Viejo Pascuero. Siempre es igual, aunque la esquina sufra con la atroz urbanidad del miedo y la ampliación de rigor como virtud del progreso en una pobla desgranada en el ruido y la sobrepoblación. Alguna mamá joven ordenando el gallinero, algún hermano mayor tiranizando el derecho a las pastillas, algún intrépido palomilla contando las virtudes de la cacería de los días anteriores, hilvanando aventuras que pudieron ser de sus hermanos o sus tíos pero que a los más chicos impresionan y obligan a ceder el derecho tácito del liderazgo. Cruzar de cuando en cuando a la cancha, sólo para mirar la avenida en otra dirección como si ello cambiara la suerte de una tarde de siesta derretida.

Recuerdo el árbol que había en mi casa, antes de la reja, y cómo nosotros mismos nos subíamos a mirar por el puro gusto de subir. En el fondo no veíamos un carajo, pero era lindo el show vigía, achinar los ojos al horizonte recortado de edificios, fijando la vista en Cuarta Sur o en la subida de Avenida Progreso, llegando a los Tambores. Era más lindo, todavía, saltar del árbol hecho un jovencito de película y gritar con un conchetumare hermoso coronando la frase: ¡Pascuero!

El grito juntaba cabros chicos como un grito de guerra. Aparecían todavía más: de Valle Verde, del Sibaya y hasta de las cuadras de abajo llegando a Progreso, de la Centenario y más de algún aventurero de la Nueva Victoria que anunciaba, con su presencia, la caravana. Todos llegaban a la esquina sabiendo bien lo que había que hacer.

Y entonces, hermano chico en ristre, salía uno por el borde de la avenida, zumbido y luz, color en ciernes y creciendo, muchedumbre mosqueando en torno a la caravana y su chimuchina galopante reventando la siesta con su canto de bronces navideños y disfraces deshechos de tanto subir y bajar los camiones. El dibujito de moda modelado en papel maché, la canción del verano haciendo serpentear a las guaguas en brazos de sus madres que, tan apostólicas como guerreras, se acercan al borde del camión a pedir unas pastillas para el niño chico, mireló, que no puede andar corriendo. Algún disfrazado que reconoce una cara y entrega un puñado en silencio mientras el colega lanza el primer puñado en dirección opuesta. Algún afortunado del barrio peinado con el mejor estuco de gel y la camisa de fiesta esperando en la puerta, agarrándose los brazos por la pura expectación. Alguna familia que corretea de adentro hacia fuera bandeja en alto repartiendo cositas para los músicos y los chiquillos que se quedan arrojando pastillas como si la bendición fuera una bolita de azúcar sabor manzana, como si la música, las bombitas de agua y el bronce rajando el calor de la tarde, fueran la única razón de ser de diciembre, como si la misma Navidad sirviera nada más que para recorrer la ciudad liberando sonrisas, reuniendo cabros chicos ahí donde la peste se fuma a bocanadas de angustia, donde se disuelve la tarde en una cerveza mal habida o simplemente se cuece uno bajo el sol espantoso del hastío.

La foto de rigor con el regalo en una mano, pascuero brindando con el dueño de casa, hablando borroso y casi a los gritos, familia Miranda pegada a las ventanas ignorando a la mamá que dice, casi como un conjuro inútil, “No lo va a abrir hasta el 24”, sabiendo –ritual tan viejo como jocoso- que al cabo de dos días el papel estará roto en la esquina donde justo, qué casualidad, sale la marca, modelo o dibujo del famoso regalo que, justo justo, es lo que había estado pidiendo no sabe cuántas veces…Y alguien, antes de salir de la casa a seguir al pascuero, mastica envidioso que el suyo vendrá la próxima semana y que será más grande que éste, ya volteado de tanto brindis, medio desgreñado subiendo como puede al camión que parte de a poco.

El enjambre pergenio se aquieta como al acecho, otra bocina acusa en la otra esquina otro más y todos aprovechan por subir el volumen hasta enmudecer a la niña pobre de la novela a la que ya se le perdió el hilo porque, mientras el pascuero se va y la música se desvanece, otro rugido llega, otros disfraces y otra voz, otro pascuero con su cortina de júbilo golpeando el suelo a medida que pasa por la cuadra, todos los cabros chicos arrodillados, recogiendo sus sonrisas.

Si alguien me preguntara por algún recuerdo, la única respuesta posible sería diciembre en la esquina.

Romería

           El rito era el mismo, según recuerdo: el arrollado de cabros chicos pidiendo pan, la negativa del Ripan, gritarle algo sucio al Cachalaperra, mirarle a su perro la pichula destruida e inventar una historia mientras bajábamos por Primera y llegábamos hasta la esquina de Segunda a esperar por la leche.

            La mirada furtiva de alguna de las tías, viejitas acaso institucionales de la capilla, acaso las viejas culiás de la cuadra, era siempre coronada por una oración musitada que parecía más bien una puteada. Una emoción intermedia: la consternación deviniendo rabia dolorosa por el ultraje de la humanidad con estos niños, pero tal vez la simple sorpresa de que se iban corriendo la voz y llegaban cada vez más: de la Nueva Victoria, de Los Palafitos, hasta de la O’Higgins y Las Quintas (las tres secciones), chiquillada apelotonándose en la enclenque reja que se descascaraba con la silente espera de los chicocos.

            Siempre salía la más alta, con seriedad mal disimulada empleaba el terrible vocabulario escolar, el mismo del que escapábamos y nos bancábamos como una penitencia, la prueba final para tomarnos el vaso de leche y comernos el pan antes de llegar a la casa.

            Era toda una experiencia. Nos sentaban en un saloncito con cuatro mesas largas acomodadas en dos filas en la que nos veíamos las caras y, vaya uno a saber por qué, nos sentaban por barrio, como si ello calmara las pasiones que burbujeaban haciendo la fila, entre empujón y empujón, mientras cada uno justificaba derecho y territorio. Hay que decir que se ponía duro, a veces, cuando llegaban los más chiquitos, petizos moquillentos que llegaban de la mano del hermano y hueviaban por todo que, sin embargo, cuidábamos en grupo para que no se escaparan de la angosta vereda. Adentro siempre era lo mismo: un sorbeteo sin disimulo, quemada ritual y rezo en gárgaras por la pura emoción, la tía paseando como si su feudo mientras nosotros comentábamos los dibujos que veríamos cuando llegáramos a la casa, siempre cuesta arriba, siempre lejos –según nosotros-, siempre a trasmano de todo.

            Cabíamos como veinte pelagatos, pero cada uno valía su peso en ruido. En el recambio, más de alguno se sacaba la chaqueta tratando de entrar de nuevo y la tía, ojo de lince y expresión contrita, contenía no sé qué en un arreo tan tierno como frenético. De ahí en adelante, mirar al cerro y meterle chala para llegar a la casa antes de que empiece el Chavo del 8, antes de que llegue el papá y nos mande a comprar otra cerveza, antes de que la mamá nos siente alrededor de la vela y empiece a llorar.

            Por eso fue como una cicatriz lo que quedó cuando demoraban en abrir, cuando ponían el letrerito, también enclenque y mal escrito, que se acabó que mañana que se inscriban el domingo en la misa y que Dios los Bendiga.

            Un día, de tanto esperar nos aburrimos. Un día, de tanto mirar por la ventana, a la tía se le endureció el zoronca y no apareció más. Un día, así como vino la noticia, nadie más paró en la iglesia. La caravana del ruido se fue transformando, de a poco, en la romería del silencio. El rito, como la verdad, había desaparecido sin más que un comentario: el pan que servían lo vendían en Tercera Sur. Ripan, a partir de entonces, nunca más recibió visitas.

Mecánica del goce: Sobre Entretenciones Mecánicas, de Juan Malebrán

          Cuando Bolaño pregunta “¿Qué hay detrás de la ventana?”, muchos podemos caer en el dilema estético o más bien interpretativo (y casi falaz) de contestar la pregunta o vivirla o creer que se puede vivir, al menos. Juan Malebrán, cercano a una visión más contingente de la poesía, abre la pregunta y plantea una perspectiva más práctica pero no menos potente. Entretenciones Mecánicas (poner editorial y año de edición), aborda la temática del viaje y la cruza con uno de los temas más recurrentes en los discursos y análisis del mundo contemporáneo: el fetiche. La perspectiva abierta con la dimensión propuesta – “La realidad del paisaje radica estar siempre del otro lado de la ventana”, plantea Malebrán para abrir el libro- pone al viaje como el hilo conductor del retrato hablado de una generación viajante cuya virtud está constituida por el desplazamiento. Si las generaciones de antaño tenía por baluartes la casa y el matrimonio, ésta pone el viaje como uno de los ejes sociales que, además, posee un valor agregado: el conocimiento concreto de un lugar y a partir de él un grupo humano, planteando un tercer problema: la sensación como bien de consumo y no como cartografía del espíritu o –por último- de la existencia.

            Ya habiendo sugerido el camino y la perspectiva, el autor habla en Férreo de la ventana como metáfora de la observación. El lugar se convierte en espacio donde se ve pasar la vida y a partir del cual el mundo acontece, convirtiendo a quien mira en un espectador, casi lo mismo que las audiencias que consumen un producto televisivo.

            Un ejercicio que se repite en el libro y cuya efectividad logra un balance entre la densidad con que se aproxima a su objeto y la agilidad con que el hablante esgrime sus juicios, es la extrapolación de imágenes. Lo Otro (o sea el lugar visitado, lo exótico o pintoresco o incluso único del lugar) se torna un misterio cuya composición, de pronto, está basada en detalles tomados del espacio propio del hablante. En Flamenca ahonda en esta línea haciendo partícipe al lector del mismo ejercicio: “Dime, acaso, si no es cierto que estos jolgorios/ bien podrían traer al recuerdo un atardecer y/a dos niños encendiendo un círculo de parafina en plena chusca/ con la ilusión de ver pataleando a una araña en la púa curvada de un alacrán.” La imagen convierte, en un juego permanente de intercambio, la vida común en un documento –a ratos- digno de una postal.

            Otra arista que el autor desarrolla en torno a la idea del fetiche es la alienación que provoca. El fetiche se torna zona de contacto en la que, de pronto, todos estamos conectados. Andén entrega una imagen clara al respecto: “En esto y mucho más, supongo,/nos parecemos a las líneas opuestas del ecuador y/ a la mendicidad de sus polos”. La vida, entonces, se propone como un método de búsqueda, y al mismo tiempo como una sucesión de cómputos insípidos de los cuales la muerte constituye una cartografía del sentido, marcando la comparación entre lo auténtico y la experiencia. Alineado con ella, la denuncia del lujo se vuelve más concreta a través de la culpa que el hablante siente y retrata en Saló, cambiando el punto de observación del paseante al de quienes los sirven o, incluso, observan desde otras circunstancias.

            El desborde como una de las dimensiones del fetiche y, al mismo tiempo como elemento de abstracción tiene su retrato en Rimac, donde todos los participantes parecen colgarse de la sensación ajena para sustentar la propia, en una suma de acciones que bordean el peligro y desde las cuales se deja ver el objeto poético: “Plegar y desplegar como siempre en un mismo idioma, pero distintas/manos: el origami del que nos valemos para tomarle el pulso a las ciudades”, imagen que abre la puerta al laberinto (y la vorágine) de las ciudades en la noche.

            Finalmente, el libro cierra planteando el dilema del viaje y la posesión, la pertenencia material y los valores a los que cada uno se aferra. Después del viaje y el balance, de ver el mundo cosificado como un fetiche que permite codificar una memoria más colorida (un baluarte inmaterial que permita cierta elocuencia), más otros dispositivos estéticos que van conduciendo la lectura –citas y separatas, por ejemplo-, Entretenciones Mecánicas ofrece una perspectiva aguda y precisa sobre uno de los síntomas de la turbulencia contemporánea: la mecánica del goce y el consumo sensitivo como compulsión, sobre todo de las últimas generaciones.

Cicatriz

       Una desgracia puede muy bien hablar por todas. El drama de la vida, tatuado en cada cicatriz de la memoria, bien puede vivirse como la misma sangre de una lágrima cuajada en el recuerdo.

        Lo nombro Ariel. También vive en mi barrio y, en honor a su propio martirio, buscaré la brevedad con que el rumor –y luego un testimonio- fue construyendo los hechos.

            Con Ariel nos peleamos mucho, cuando niños. Uno pendenciero, el otro mayor, los dos del mismo porte, sabíamos trenzarnos a coscacho limpio por el puro capricho de los más grandes, cuando hay que medir el valor en el peso de los puños, casi igual que más tarde, con la pala en mano, o más temprano, con la botella al aire. Seguimos un camino diferente aunque nos acompañaron las mismas circunstancias: el buitre de la noche y su tufo sanguinolento, las sombras y su relato de angustia, las oportunidades por la vereda del frente. Con su hermano el Toto, los dos medio a rastras, fueron conociendo las estocadas de la calle, haciendo el quite a la muerte o más bien entrando en su baile, tango mal cantado, aprendido de oídas en los rincones de un barrio que se fumó, en algún momento, hasta los suspiros.

            Turbulentos los años les pasaron por encima. Entre el polvo de las casas, el cerro cada vez más cerca y la pasta apuñalando a sus amigos, fueron hablándole rudo al destino. Con cierta indiferencia, doloridos y furiosos (¿con el reflejo que enfrentaban todos los días, con el laberinto derruido de sus ojos?), fueron apretando los puños, el lomo, los dientes. Nube tras nube se los fue comiendo la ira y en la calle, paralelo a mi vereda, fueron entendiendo más de la lucha que del júbilo del triunfo. Y caminaban de lado a lado, se juntaban en la esquina de su rabia a cantar su emborrachada pobreza; rapeaban algún versículo del espanto a la luz de la luna, encaramándose en la paciencia de los pocos vecinos que los vieron crecer, que se fijaron en la dureza que los años ponían en sus semblantes.

            Y en una de esas, media tarde sabatina donde matar la paciencia viendo a Don Francisco era un premio que nadie quería, sacaron los parlantes al antejardín de la casa. En una de esas, fueron llegando de todas partes a beberse lo que sea que tuvieran con su buena nueva, si es que había, fundiendo la carcajada en una nube de escándalo. En una de esas, vino blanco de por medio, acaso una punta en lo profundo de los sesos, levantaron la voz escuchando el partido, dividiendo el barrio como siempre hasta el pitazo final. En una de esas tardes, habiendo ganado el encuentro, subió la fiebre, la euforia, la voz enrabiada de la euforia que libera el espanto, que purga la consciencia hasta hacerla desaparecer. En una de esas tardes Ariel sacó el canuto del cajón sin ningún forcejeo que le colgara el aviso del miedo. En una de esas tardes, el tunazo dibujó un segundo de pánico en los visitantes. Y fue sólo un segundo: justo después, el Toto caía fulminado en el living-comedor ante la aspirada mudez de Ariel. Humeante, el canuto soplaba una lengua de humo, único hálito posible en la gritería general, ya en segundo plano. Y de ahí, para siempre, se posó el dolor en sus pasos.

 

 

Los restos del fuego

        Crecí de cara al mar, mirando la playa todos los días desde mi casa, en el borde este de la ciudad. Nublada en la mañana, sombría por el velo que la Cordillera de la Costa deposita sobre ella mientras sale el sol, la ciudad ofrece un delicado olor, caricia húmeda, fría mano de abuela amorosa, silente. Radiante al mediodía, espumeante en los arrecifes y penínsulas, regalaba la más maravillosa tentación que puede tener alguien en verano: llegar a la playa a pasar el día.

            Y es que no recuerdo mejores experiencias que aquellas recogidas de cara al mar. De hecho, mi cumpleaños es en enero, y la ceremonia festiva siempre fue elegir la fruta que llevaríamos (casi siempre duraznos o sandías y a veces los dos) y el almuerzo que quería comer (todo el tiempo comida china) y, si alcanzaba el espacio en el auto o mejor dicho la paciencia de mis papás, hasta podía invitar a un amigo a pasar el día con nosotros al “Buque Varado”, la última playa del extremo sur de la Península de Cavancha, en Iquique. El nombre, traspasado por generaciones, tiene que ver con un buque mercante que 1896 varó en aquella parte de la costa. Los abuelos de la ciudad y algunos historiadores pueden tener más de una foto con el buque a sus espaldas, tradición que por años practicó la gente hasta que la arena hizo parte de su patrimonio la última pieza del buque, un trozo del casco que nosotros mirábamos extrañados y al que dedicábamos siempre un tiempito, entre juegos y clavados, inventando historias o haciéndonos preguntas sobre la historia del buque que nadie conocía más allá de su decadente condición.

            El Buque, la playa en la que me hice al nado, entre el pavor de la turbulencia y el vértigo de sus breves, revueltos roqueríos. El rincón de la ciudad donde supe lavar los peores versos, donde disolví la amargura y grité hasta desgañitar la consciencia cuantas veces me golpeó el enclenque destino adolescente. El espacio donde se junta el desborde de una urbe llena de paralelismos(las etnias escurridas en sus rincones, los barrios acuchillados por el abrupto color de sus casas, sus horas y deshoras pobladas todo el tiempo), siempre agarrada a su ritmo, tan a contramano del futuro o incluso del tiempo, siempre afuera de la muerte y su estocada de silencio. En esa playa también converge la mejor de las tardes, el domingo antes del primer día de clases, el Entierro de Carnaval; también, a regañadientes, el fin del verano.

            Porque llegar temprano es la consigna, porque la familia del Rony y los Plaza, porque el ruido y la algarabía y porque los turistas siempre llegan en pequeños racimos a instalarse en cualquier lugar menos donde estén a salvo de que les pinten la cara y les pase por encima el Mono, porque la nube de polvo colorido se huele en el aire, como las parrillas encendidas y el frío limón en el ceviche, los bordes de la playa quedan, en esa minúscula ensenada, llenos a tope. La gente en los roqueríos, que el municipio ha cubierto con arena con el correr de los años y los acontecimientos, en la misma vereda, entre los vendedores, o desde sus autos, arracimada a la espera de que lleguen las comparsas del Matadero y la San Carlos, barrios de todos o más bien la siembra de los barrios de Iquique, tan viejos como la historia, manantial de las calles de mi familia y por extensión mi familia entera, calles estrechas y conversadas como sólo se podía entonces, antes de las avenidas y su ruido fluvial devorándonos la sonrisa.

            Pero primero jugar un rato, anclarse bajo el quitasol y preparar la parrilla, acaso entonar un valsecito añejo para ir purgando lo que queda de la pena a medida que la garganta recibe su agasajo, a medida que los niños engordan comiendo frutas hasta el hartazgo, mientras sube la marea y se lleva toallas juguetes y vuelan cabros chicos a diestra y siniestra atrapados por el tentáculo parental al rescate. Un partido de fútbol que baje la comida y después, a la hora de la siesta, compartir un melón con vino porque el mate es cosa de argentinos o la mala memoria de la cárcel, y van y vienen las canciones y los chistes y la terrible impresión de los años mientras todos los viejos suspiran a sus hijos y nietos mientras los ven hacerse fuertes, hacerse amigos, hacerse hombres y novios y hasta padres todavía más humanos en torno al brindis, así hasta la primera nube de harina en el primero de los rostros que responden con la primera piedra de la batalla, una bombita de agua. De ahí en adelante se mira el reloj y se cuidan las municiones, y la batalla campal empieza, carcajada orquesta y grito pelado del júbilo en escabeche.

            Y de repente el bombo, la chimuchina galopante, bocinazo y bronce encaramándose en el viento sur que a esa hora golpea el pedacito de península en que los niños hicieron su descubrimiento y acunaron su bravura, ahora refugiados en sus quitasoles, armándose hasta los dientes mientras los padres y abuelos descargan lo último del cuanto hay para beber, para ahogar la pena al acecho: la ciudad, primero, allá atrás, y después su aparato, la maquinaria titiritera que les seca el espíritu todo el año menos esta tarde donde, grasa de camión, betún de zapatos o harina teñida de por medio, huevo volando proyectil al camión del muñeco, todo el mundo rasga vestiduras y juegan en el vergel del júbilo. Legendario, pantagruélico, el muñeco es otro primo de las Fallas de Valencia, o acaso un eco vetusto rebotando en este rincón del Desierto de Atacama, y su viuda, la Viuda Negra, llora su penuria en brazos de todos mientras, de bote en bote, de brindis en brindis navegando su agonía festiva, llega a la playa donde purga su deuda en un rosario de chistes que difícilmente alguien, por deslenguado que parezca, dejaría escuchar a los niños que, entonces, hacen la tregua para tomar nota de cada una de las imágenes con las que van a impresionar el primer día de clases. Quienes gozan de buena memoria serán capaces de tornar la fogata en leyenda, y al fuego mismo en la transfiguración de las almas. Quienes gocen del olvido, hablarán del triste borrachín que se durmió nada más llegar a la comparsa, tan pasado que estaba, y estuvo todo el pasacalles tendido a un costado del mono que ahora mismo arde mientras, en la orilla, cada diablo se quita la pintura y los quitasoles se cierran, se recogen monos y petacas y los niños, sin dar crédito a la maravilla de la calma (sorpresa mística o milagro de clausura: la marea baja abruptamente y el agua ni se mueve a penas incendiado el muñeco) con que todos los participantes de la comparsa, a medio filo de la lucidez o el delirio, recogen los restos de ese mono que no alcanzó a mentar el dolor que les pesa como un lastre, pero supo resumir la alegría con que enfrentan su propio reflejo cada mañana, en sus cuartos de allegado o en sus soñolientas esperanzas de proleta enmudecido al calor de las máquinas.

            Crecí de cara al mar, y hoy miro las nubes mientras imagino que son los restos del fuego: el fuego que el júbilo levanta como las columnas de la Humanidad: las mismas espaldas que se traga la industria.