La Biblioteca

     De los lugares que las civilizaciones han destinado al conocimiento, tal vez sea éste el más controversial. No por nada, las guerras coronan su beligerancia con la quema de libros, a la que los soldados, secuaces y espectadores acuden con la solemnidad fúnebre que cargan los quiebres transversales. Las ideas, deseos, necesidades y luchas de un pueblo condenados a la desintegración. Y, al mismo tiempo, se fundan tremendas epopeyas, como su preservación. Todavía emergen, en todas partes y por múltiples circunstancias, en patios y construcciones, entre las ruinas o los sótanos, en el olvido medio siniestro de las bodegas. Desde manuscritos hasta fotografías, cartas, diarios, borradores abandonados por escritores en años espantosos o sencillamente maravillosos. La Historia, negándose todo el tiempo a concluir, entrega todas sus partes, nunca para los mismos, quizá para nadie. La mano que escribe la historia es más vieja que la historia.

            Por otra parte, está el catálogo (emocionado, febril) de quienes compramos libros por gusto y, más que eso, dependencia: el hecho de leer en sociedades automatizadas, muchas veces, es una militancia poco entendida, tanto por quienes observan como por quienes la practicamos. Acaso no sea militancia y la palabra sea un acto irresponsable. Lo cierto es que, de a poco, el espacio se reduce a medida que los libros se suman a la familia. Porque es eso lo que pasa: uno se enamora tres veces al comprar un libro: del objeto, el cual se opone casi con furia ante la multiplicación de las pantallas; del contenido, presintiendo que algún acontecimiento se dará en los vericuetos del Espíritu; de lo que suma: conocimiento, perspectiva, trayectoria. Y esto último es para pensarlo detenidamente. Borges decía que uno, lejos de ser lo que es por las cosas que ha escrito (o ejecutado a lo largo de su vida, no hay que ponerse tan excluyentes), es el resultado de sus lecturas. Bolaño, detrás del cual se asoma una biblioteca inmensa, pasaba mucho tiempo entre la compra de libros y el simple hecho de acariciarlos. Se paraba de su escritorio y se ponía a mirar cada uno de los autores que reposaban en las repisas y, luego de un momento donde, a lo mejor, miraba como si un espejo, abría un ejemplar cualquiera y acariciaba la página. Es fácil especular qué cosas pudieron haberse pergeñado en momentos así. Y puedo ocupar el día hablando no sólo de escritores, sino también de mis amigos, los amigos de éstos y así hasta el infinito. A final de cuentas, el hecho de acumular libros se asemeja a reunir fortunas, con una diferencia que es en realidad un abismo: sea lo que sea que resulte de haber pasado por una biblioteca, sobre todo por haberla formado, uno se lo lleva a todas partes.

            Pero, la biblioteca personal es además el devenir de una persona, también su ocaso. Su presente se contiene ahí como nunca él o ella pueden llevarlo consigo, y permanece transparente, casi tanto como la consigna de Heráclito. Su futuro, acaso insinuado en los espacios vacíos y las páginas marcadas. Así y todo, jamás se podrá contener la biblioteca que sostiene y refugia las preguntas que todo el mundo busca sólo para dispararlas en otra dirección. Por más que lo evitemos, algo nos ata a ella y nos conmueve tanto que, a veces, le tememos. Esa biblioteca es el Mundo, donde la pura respiración trae su canción, su tragedia.

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