El Asunto

     De Borges se ha dicho suficiente como para armar una biblioteca en torno a su nombre y, sin embargo, ignorarlo todo. Yo diré otras dos cosas, acaso repetidas impúdicamente en todos los tonos posibles: su lectura es al mismo tiempo la Catedral a la que llegan religiosos, reyes, mendigos y arrepentidos; y el bar quitapenas que queda justo al cruzar la calle. He pasado por los dos lugares con persistencia ritual, y de tanto ir y venir bajo cielo y las estaciones, me he puesto a pensar en el “asunto” de los clásicos. Y no es gratis: tengo dos razones para indagar en la cuestión y ninguna de las dos es válida más que para darle algo que hacer a la lengua, acaso a la imaginación.

     La primera, obviamente, es consecuencia de haber leído Sobre los clásicos, con el cual Borges cierra sus “Otras inquisiciones” (1952). Parte con una insinuación de la Etimología en cuanto disciplina vulnerable a los múltiples azares que terminan por darle forma a una era. Con ellas, expone –quizá– cierta obsolescencia de la palabra que evoca, dando a entender, sino la voluntad de abolir, la necesidad de pensar en la trascendencia de una obra literaria como una manifestación de la “voluntad colectiva” más que una prueba de su relieve en una o varias épocas. Una posible prueba pueda ser la necesidad inquietante que –por ejemplo- en Chile hay de buscar nuevas lecturas en el sistema escolar que sean más llamativas, con todo lo que ello implica, conservándose, en las universidades, un “ánimo” clasicista que, acaso, tenga más resonancia que viabilidad. Tomando partido en el debate, me inclino por la sentencia que mis amigos en la librería decían casi siempre, mientras me enseñaban a leer y me nombraban listas como cantando un himno: “Los Clásicos tienen todo”. Aunque ese todo pueda refutarse, me voy a referir a algo puntual: Joseph Conrad plantea, en Lord Jim, la cuestión valórica durante el Imperio Británico –más afín al pragmatismo y la mesura- utilizando personajes cuya abyección era, a veces, resultado de la impotencia: el rigor con que Jim aspiraba a vivir sus propios valores –en virtud de expurgar la culpa que provocara su propia mezquindad y debilidad- lo convierte en alguien puesto, exactamente, del otro lado. Poco le importa el entorno y la oportunidad que se insinúa, quizá menos el estar compartiendo la vida con otra persona. Su honor, finalmente, es un objeto –para él- tan valioso como el poder que Cornelius rapiñó hasta el final. Más curioso aún: esta exposición valórica a partir de acciones que bordean los “límites” o, concretamente, los marcan, tiene una de sus vertientes más poderosas en la obra de Dostoievski, cuyos personajes, no importa las razones, eran víctimas y victimarios tanto del entorno como de sus propias pasiones. También: la constante intervención de Marlow en la historia, colando sus propias ideas y preguntas, es también usual en libros como Los Miserables, de Victor Hugo. Así, hasta la revisión de la obra de Esquilo, Conrad propone cosas que, en el fondo, han inquietado a la Humanidad en Occidente desde hace mucho tiempo.

     Y, colgado de este argumento -enclenque en cuanto carece de fundamento (aquí), pero al mismo tiempo abrumador por la facilidad con que se deja desarrollar-, esgrimo mi propia inquietud, la segunda razón para volcarme en esta perorata.

     En esa intención vinculante que he visto en varios títulos memorables (Cien años de soledad, por ejemplo), tengo tres referencias con las cuales me aferro a un clásico. Es casi un hecho que sea el resultado de alguna o varias lecturas y la resaca del mal adoctrinamiento en mis años de estudio. Así y todo, bien puede valer de algo, incluso para otras disciplinas.

     Su carácter transversal es uno de los primeros referentes. Más que universalidad ( Finnegans Wake difícilmente es un libro masivo), un clásico goza de una capacidad de transversalidad muy poco discutible. No sólo capta la atención de la academia o el mundo intelectual. Tiene una capacidad testimonial que evidencia su contacto profundo con la realidad de la que habla. De ahí se desprenden la aguda observación de quien escribe y el caudal de conocimiento con que se nutrió para dar origen a su composición. Tanto el Canto general como Hojas de hierba son ejemplos a los que se les pueden añadir un catálogo que pase por Shakespeare, Asturias y Beckett, o por contemporáneos como David Foster-Wallace, Roberto Bolaño y Milán kundera.

Otro aspecto a observar es su visceralidad. Porque un clásico no es únicamente una prueba de la inteligencia humana, ni mucho menos un tratado que la define (no intencionalmente), hay algo que poseen y que, justamente, prueba su transversalidad: la capacidad de emocionar y provocar una reacción. Más allá de la catarsis aristotélica (llevada en la TV contemporánea hasta el paroxismo), se trata de una oportunidad tan íntima como múltiple de reformulación, tanto racional como afectivamente. Los diferentes espacios en los que una persona afianza su sentido de la vida pueden fácilmente ser generados (cuando no potenciados) por una lectura del calibre de Los hermanos Karamazov o Cobra. Porque una obra de arte está íntimamente constituida por la emoción y proyectada (en el tiempo, en el ámbito del artista) por un ejercicio racional que pone todo en perspectiva, no puedo pensar en un clásico sin no apela a la sensibilidad de sus lectores y lectoras.

     El último de estos puntos de referencia – nutriente acaso fundamental de los dos anteriores- es su coherencia. Si bien ésta es una razón enclenque cuando se toma en cuenta el Siglo XX, hay un aspecto netamente técnico cuya complejidad da cuenta del talento, lucidez y vinculación de quien escribe y la obra, así como de la obra y la sociedad. Si está correctamente escrito, celosamente hilvanado y, además, existe una estrecha relación con el desarrollo de Su obra (la producción total de un autor o autora), merece la pena dedicar atención. Tanto en la profundización –quizá- progresiva como en la diversificación de un discurso abriendo aspectos de la obra y realidades paralelas o complementarias su eje de escritura, un clásico no sólo logra sumar a la Humanidad, sino que propicia un espacio para su desarrollo futuro. La escuela que formaron los Beatnicks es un ejemplo tan amplio como concreto de cómo las obras generan un discurso ante los cuales es difícil ser indiferente, incluso estando uno en desacuerdo.

     Así las cosas, podría ir sumando razones o haciendo preguntas sobre lo mismo hasta que las velas no ardan y nunca terminar. Y eso, justamente, es la primera chispa a la que uno –al menos yo- se acerca: en todo clásico hay una fuente de la cual beber o pedir un deseo.

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