Llevar un diario puede llegar a convertirse en un ejercicio tautológico. El hábito de hablar de uno mismo a despecho de que al resto poco y nada le importe, puede terminar en una metódica posición en la que, o bien nos miramos el ombligo, o bien -como puede ocurrirnos frente al espejo- llegamos a evitarnos tanto o más que nuestros eventuales interlocutores. Empantanado en el segundo episodio, he llegado a producir (y reproducir) verdaderos viajes a partir de los cuales, con toda razón, se puede entrar a dudar de mis niveles o continuidad de consciencia.
Aquí el fragmento en cuestión, anclado a una máxima de esas para el bronce vomitado de los bacanales desesperados:
“Idea para un artículo:
LA MANO QUE ESCRIBE LA HISTORIA ES MÁS VIEJA QUE LA HISTORIA
Me enteré de Faulkner por un par de amigos que leyeron As I lay dying casi al mismo tiempo. Hablaban todo el tiempo de ello y se secreteaban con páginas y pasajes del particular entierro. La Romería del Espanto, fue mi conclusión cuando, por la curiosidad y la insistencia, leí el libro. Y es que ellos se secreteaban con ese objetivo: estaban tan alucinados con la historia, que sintieron el deseo de evangelizar a quien tuvieran cerca para compartir su alegría sin pudor ni explicaciones.
Quedé golpeado no sólo por la sorpresa, sino además por la desesperación de saberme indefenso. Entonces tenía cercanía con la intelectualidad y me empeñaba en eso, por supuesto, con más emoción que método.Fue un golpe del que jamás me recuperé. Fue mi primer contacto con los clásicos.
Años después, estando en Buenos Aires, comencé a escribir un cuento cuyo único sentido era explicar una frase -desarrollar su contenido- que poco o nada tenía de fundamento o sentido concreto: La mano que escribe la historia es más vieja que la historia. El relato fracasó justo después de acuñar la frase, un último párrafo sin más gloria que este antojo de soberbia.
Hoy, leyendo a Faulkner en inglés, teniendo en cuenta su legado, extensible a varios contemporáneos latinos y achacable a titanes como Bolaño o García Márquez -por ejemplo-, tiendo a creer, más aferrado a la intuición que al método, que el estadounidense ya pensaba en esto. La práctica de una genealogía en su obra, la documentación de una familia a través de sus debacles y la creación de una historia “oficial” de un territorio (que no existe, por lo demás) sentado en bases más bien belicosas y obituarias que solemnes, es justamente la clase de juicio que esconde la misma frase que escribí más arriba
Es más: el trabajo de Shakespeare con la realeza y su teatro de sombras e intrigas es, acaso, la protogenealogía de la que se sirvió Faulkner para construir su pedazo de país.
Otro punto para tomar en cuenta: al no sacar a sus habitantes de Yoknapathawpha, el nobel redujo el carácter épico que pudieran tener sus historias, quitándoles cualquier aspecto que invitara a pensar en la trascendencia. La historia, en mayor o menor medida, es un cómputo del Poder y su envergadura».