La reina desterrada

     En los años dorados de mi barrio, cuando el ejército de cabros chicos poblaba la avenida sin pavimentar sembrando el griterío en la desteñida tarde desértica, las chicas aprendían del mundo con la Vecina Pituca. Dejo su nombre anclado en la duda: me agarro del beneficio movido por el respeto y la culpa, ambos en esa peligrosa, afilada proporción que la memoria otorga cada tanto, quién sabe si como bendición o castigo.

     La sede social servía para algo más que salón de fiestas, y era, a decir verdad, un pequeño sucucho de madera que, afinando un poco la vista, bien podría ser la misma sede que tuvimos en el primer barrio, y que su conservación haya sido el monumento con que recordaban el pulso de hierro y la persistencia había levantado esas cuatro cuadras de añoranza proleta. Entonces se hacían reuniones, bingos, fiestas de la infancia, proyectos de participación activa y consciente de todos los que habitaban el barrio. En ese período la vecina hacía cursos de cocina para las mujeres del barrio, casi todas jovencitas de la generación de mis hermanos mayores.

      Que había trabajado en el Sheraton de Santiago, que había participado en banquetes con Pedro, Juan y Diego, que había almorzado con la mismísima Señora Lucía, tan fina y solemne que era… todo servía para motivar a las chicas no sólo a conocer los ingredientes de los creps de atún con salsa blanca, sino los vericuetos y coreografías de la buena mesa, las buenas costumbres y la tan ausente etiqueta. El barrio, toma de terrenos devenido proyecto de vida, cuatro cuadras de proletariado soñador y muchedumbre juvenil al pedo, era el apostolado que la vecina, sin pena ni gloria, quiso levantar en pos de mejorar no sólo el material donde la gente dormía su pena, también la manera de servir el vino en que las ahogaban. Pero las chicas estaban creciendo y los chicos se hacían fuertes, y la playa quedaba tan cerca que, en lo que la vecina se demoraba en contar sus mil y un banquetes como reina desterrada, bufanda de seda percudida entre sus dedos pálidos, las chicas ya estaban maquilladas de cara al sol viendo a sus galanes veraniegos perderse en las olas de Cavancha, el balneario de la eterna juventud de esa esquina del mapa.

     Entonces volvió a su rincón de secretaria. La rutina con que atravesaba el barrio era siempre la misma: el nuevo perfume que lucía, regalo de la esposa del doctor, la queja de la basura y los perros de la vecina, que siempre se le metían al patio a molestar a sus canarios, el espanto por lo que la noche y su cortina drogona le estaba haciendo a los hijos, que nunca fueron los suyos porque, a decir verdad, todos eran grandes y vivían en otro lugar y nadie pudo jamás verlos. Mi mamá la saludaba medio de lado, más que nada evitando el rosario de abolengo y gloria añeja con que hablaba de tantas cosas, memorias que a mi mamá la ponían casi siempre del otro lado del río: la mesa en que la vecina cortaba el salmón al horno era la misma en que ella servía el vino.

     Por eso, por su desfile pituco y agrio, por su poca relación con los vecinos y por su actitud llena de gracia cuando compraba los más caros fiambres a la hora del té mientras contaba las maravillas de Cancún y el recuerdo que le había traído el doctor de su último viaje a la Península del Yucatán, nadie la echó de menos cuando se le veía poco por el barrio. Ni cuando nadie escuchaba historias de vecino sobre algún famoso venido a menos en la incipiente, pálida democracia de los primeros 90’s, ni en la llegada en masa de los nuevos arrendatarios, siempre móviles en un barrio que había perdido los dientes en la droga y la desilusión, ni cuando los hijos del barrio empezaron a tener hijos y éstos crecían fuertes y sanos y llenaban otra vez la calle con la chimuchina infanta que sabe barrer cualquier espanto; ni siquiera para el terremoto de 2005 en que nadie la vio salir, hubo el menor interés en preguntarse por ella. En el múltiple tejido de la vida cotidiana, ella apareció como una hilacha que se cortó sin pensamiento de por medio.

     Hubiera sido así hasta que un día salió a sembrar el pasto en su peladero de dos por cuatro en el frontis de la casa y le contó al primero que pasó que se había jubilado de la oficina del doctor. A los pocos días, iba y venía del mercado con su cartera gastada, de punta en blanco con su penacho de pelos sucios, pintura reseca en la comisura de los labios. Y mi mamá la escuchaba: gloria y debacle de la casa de al lado, la Señora Lucía y sus recetas de belleza express que nunca le sirvieron porque todos los cosméticos que ella nombraba eran también puntos en el globo terráqueo desde los cuales llegaban los recuerdos de sus amigas, las amigas que la vecina siempre quiso tener y que, ya temblando, ya entregada al horror de una jubilación en solitario, jamás tendría ni supo tener.

     Nunca importó, para nadie en el barrio (y tanto peor) ni para ella, cuando la fue a buscar la ambulancia. Fue la única vez que la vieron tan pequeña como era. No estaba mirando el mundo desde la altura de sus tacos, tampoco al amparo de su máscara de alcurnia empolvada. Miraba de reojo con verdadero espanto, avanzando sobre la camilla como a la deriva, mientras su hijo se subía al auto y los vecinos, sin recordar su nombre, sabían que de ahí en adelante sólo se espera, aunque nada se tenga en claro. La reina del recuerdo se iba con lo puesto. La única pregunta que se hicieron todos fue el precio del arriendo de la nueva casa disponible, o si acaso estaba en venta.

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