Los restos del fuego

        Crecí de cara al mar, mirando la playa todos los días desde mi casa, en el borde este de la ciudad. Nublada en la mañana, sombría por el velo que la Cordillera de la Costa deposita sobre ella mientras sale el sol, la ciudad ofrece un delicado olor, caricia húmeda, fría mano de abuela amorosa, silente. Radiante al mediodía, espumeante en los arrecifes y penínsulas, regalaba la más maravillosa tentación que puede tener alguien en verano: llegar a la playa a pasar el día.

            Y es que no recuerdo mejores experiencias que aquellas recogidas de cara al mar. De hecho, mi cumpleaños es en enero, y la ceremonia festiva siempre fue elegir la fruta que llevaríamos (casi siempre duraznos o sandías y a veces los dos) y el almuerzo que quería comer (todo el tiempo comida china) y, si alcanzaba el espacio en el auto o mejor dicho la paciencia de mis papás, hasta podía invitar a un amigo a pasar el día con nosotros al “Buque Varado”, la última playa del extremo sur de la Península de Cavancha, en Iquique. El nombre, traspasado por generaciones, tiene que ver con un buque mercante que 1896 varó en aquella parte de la costa. Los abuelos de la ciudad y algunos historiadores pueden tener más de una foto con el buque a sus espaldas, tradición que por años practicó la gente hasta que la arena hizo parte de su patrimonio la última pieza del buque, un trozo del casco que nosotros mirábamos extrañados y al que dedicábamos siempre un tiempito, entre juegos y clavados, inventando historias o haciéndonos preguntas sobre la historia del buque que nadie conocía más allá de su decadente condición.

            El Buque, la playa en la que me hice al nado, entre el pavor de la turbulencia y el vértigo de sus breves, revueltos roqueríos. El rincón de la ciudad donde supe lavar los peores versos, donde disolví la amargura y grité hasta desgañitar la consciencia cuantas veces me golpeó el enclenque destino adolescente. El espacio donde se junta el desborde de una urbe llena de paralelismos(las etnias escurridas en sus rincones, los barrios acuchillados por el abrupto color de sus casas, sus horas y deshoras pobladas todo el tiempo), siempre agarrada a su ritmo, tan a contramano del futuro o incluso del tiempo, siempre afuera de la muerte y su estocada de silencio. En esa playa también converge la mejor de las tardes, el domingo antes del primer día de clases, el Entierro de Carnaval; también, a regañadientes, el fin del verano.

            Porque llegar temprano es la consigna, porque la familia del Rony y los Plaza, porque el ruido y la algarabía y porque los turistas siempre llegan en pequeños racimos a instalarse en cualquier lugar menos donde estén a salvo de que les pinten la cara y les pase por encima el Mono, porque la nube de polvo colorido se huele en el aire, como las parrillas encendidas y el frío limón en el ceviche, los bordes de la playa quedan, en esa minúscula ensenada, llenos a tope. La gente en los roqueríos, que el municipio ha cubierto con arena con el correr de los años y los acontecimientos, en la misma vereda, entre los vendedores, o desde sus autos, arracimada a la espera de que lleguen las comparsas del Matadero y la San Carlos, barrios de todos o más bien la siembra de los barrios de Iquique, tan viejos como la historia, manantial de las calles de mi familia y por extensión mi familia entera, calles estrechas y conversadas como sólo se podía entonces, antes de las avenidas y su ruido fluvial devorándonos la sonrisa.

            Pero primero jugar un rato, anclarse bajo el quitasol y preparar la parrilla, acaso entonar un valsecito añejo para ir purgando lo que queda de la pena a medida que la garganta recibe su agasajo, a medida que los niños engordan comiendo frutas hasta el hartazgo, mientras sube la marea y se lleva toallas juguetes y vuelan cabros chicos a diestra y siniestra atrapados por el tentáculo parental al rescate. Un partido de fútbol que baje la comida y después, a la hora de la siesta, compartir un melón con vino porque el mate es cosa de argentinos o la mala memoria de la cárcel, y van y vienen las canciones y los chistes y la terrible impresión de los años mientras todos los viejos suspiran a sus hijos y nietos mientras los ven hacerse fuertes, hacerse amigos, hacerse hombres y novios y hasta padres todavía más humanos en torno al brindis, así hasta la primera nube de harina en el primero de los rostros que responden con la primera piedra de la batalla, una bombita de agua. De ahí en adelante se mira el reloj y se cuidan las municiones, y la batalla campal empieza, carcajada orquesta y grito pelado del júbilo en escabeche.

            Y de repente el bombo, la chimuchina galopante, bocinazo y bronce encaramándose en el viento sur que a esa hora golpea el pedacito de península en que los niños hicieron su descubrimiento y acunaron su bravura, ahora refugiados en sus quitasoles, armándose hasta los dientes mientras los padres y abuelos descargan lo último del cuanto hay para beber, para ahogar la pena al acecho: la ciudad, primero, allá atrás, y después su aparato, la maquinaria titiritera que les seca el espíritu todo el año menos esta tarde donde, grasa de camión, betún de zapatos o harina teñida de por medio, huevo volando proyectil al camión del muñeco, todo el mundo rasga vestiduras y juegan en el vergel del júbilo. Legendario, pantagruélico, el muñeco es otro primo de las Fallas de Valencia, o acaso un eco vetusto rebotando en este rincón del Desierto de Atacama, y su viuda, la Viuda Negra, llora su penuria en brazos de todos mientras, de bote en bote, de brindis en brindis navegando su agonía festiva, llega a la playa donde purga su deuda en un rosario de chistes que difícilmente alguien, por deslenguado que parezca, dejaría escuchar a los niños que, entonces, hacen la tregua para tomar nota de cada una de las imágenes con las que van a impresionar el primer día de clases. Quienes gozan de buena memoria serán capaces de tornar la fogata en leyenda, y al fuego mismo en la transfiguración de las almas. Quienes gocen del olvido, hablarán del triste borrachín que se durmió nada más llegar a la comparsa, tan pasado que estaba, y estuvo todo el pasacalles tendido a un costado del mono que ahora mismo arde mientras, en la orilla, cada diablo se quita la pintura y los quitasoles se cierran, se recogen monos y petacas y los niños, sin dar crédito a la maravilla de la calma (sorpresa mística o milagro de clausura: la marea baja abruptamente y el agua ni se mueve a penas incendiado el muñeco) con que todos los participantes de la comparsa, a medio filo de la lucidez o el delirio, recogen los restos de ese mono que no alcanzó a mentar el dolor que les pesa como un lastre, pero supo resumir la alegría con que enfrentan su propio reflejo cada mañana, en sus cuartos de allegado o en sus soñolientas esperanzas de proleta enmudecido al calor de las máquinas.

            Crecí de cara al mar, y hoy miro las nubes mientras imagino que son los restos del fuego: el fuego que el júbilo levanta como las columnas de la Humanidad: las mismas espaldas que se traga la industria.