Romería

           El rito era el mismo, según recuerdo: el arrollado de cabros chicos pidiendo pan, la negativa del Ripan, gritarle algo sucio al Cachalaperra, mirarle a su perro la pichula destruida e inventar una historia mientras bajábamos por Primera y llegábamos hasta la esquina de Segunda a esperar por la leche.

            La mirada furtiva de alguna de las tías, viejitas acaso institucionales de la capilla, acaso las viejas culiás de la cuadra, era siempre coronada por una oración musitada que parecía más bien una puteada. Una emoción intermedia: la consternación deviniendo rabia dolorosa por el ultraje de la humanidad con estos niños, pero tal vez la simple sorpresa de que se iban corriendo la voz y llegaban cada vez más: de la Nueva Victoria, de Los Palafitos, hasta de la O’Higgins y Las Quintas (las tres secciones), chiquillada apelotonándose en la enclenque reja que se descascaraba con la silente espera de los chicocos.

            Siempre salía la más alta, con seriedad mal disimulada empleaba el terrible vocabulario escolar, el mismo del que escapábamos y nos bancábamos como una penitencia, la prueba final para tomarnos el vaso de leche y comernos el pan antes de llegar a la casa.

            Era toda una experiencia. Nos sentaban en un saloncito con cuatro mesas largas acomodadas en dos filas en la que nos veíamos las caras y, vaya uno a saber por qué, nos sentaban por barrio, como si ello calmara las pasiones que burbujeaban haciendo la fila, entre empujón y empujón, mientras cada uno justificaba derecho y territorio. Hay que decir que se ponía duro, a veces, cuando llegaban los más chiquitos, petizos moquillentos que llegaban de la mano del hermano y hueviaban por todo que, sin embargo, cuidábamos en grupo para que no se escaparan de la angosta vereda. Adentro siempre era lo mismo: un sorbeteo sin disimulo, quemada ritual y rezo en gárgaras por la pura emoción, la tía paseando como si su feudo mientras nosotros comentábamos los dibujos que veríamos cuando llegáramos a la casa, siempre cuesta arriba, siempre lejos –según nosotros-, siempre a trasmano de todo.

            Cabíamos como veinte pelagatos, pero cada uno valía su peso en ruido. En el recambio, más de alguno se sacaba la chaqueta tratando de entrar de nuevo y la tía, ojo de lince y expresión contrita, contenía no sé qué en un arreo tan tierno como frenético. De ahí en adelante, mirar al cerro y meterle chala para llegar a la casa antes de que empiece el Chavo del 8, antes de que llegue el papá y nos mande a comprar otra cerveza, antes de que la mamá nos siente alrededor de la vela y empiece a llorar.

            Por eso fue como una cicatriz lo que quedó cuando demoraban en abrir, cuando ponían el letrerito, también enclenque y mal escrito, que se acabó que mañana que se inscriban el domingo en la misa y que Dios los Bendiga.

            Un día, de tanto esperar nos aburrimos. Un día, de tanto mirar por la ventana, a la tía se le endureció el zoronca y no apareció más. Un día, así como vino la noticia, nadie más paró en la iglesia. La caravana del ruido se fue transformando, de a poco, en la romería del silencio. El rito, como la verdad, había desaparecido sin más que un comentario: el pan que servían lo vendían en Tercera Sur. Ripan, a partir de entonces, nunca más recibió visitas.

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