Bocina, lontananza y grito pelado: en mi esquina, la esquina de las vecinas y los amantes, donde los chiquillos se contaban el amor entre dientes y de a susurros se iban sacando los besos de cuando en cuando, era carnaval y jolgorio durante diciembre.
La tradición obligaba a bajar del pasaje, a juntarse de punta a punta en esa bocacalle a mirar a los cuatro vientos la primera señal del Viejo Pascuero. Siempre es igual, aunque la esquina sufra con la atroz urbanidad del miedo y la ampliación de rigor como virtud del progreso en una pobla desgranada en el ruido y la sobrepoblación. Alguna mamá joven ordenando el gallinero, algún hermano mayor tiranizando el derecho a las pastillas, algún intrépido palomilla contando las virtudes de la cacería de los días anteriores, hilvanando aventuras que pudieron ser de sus hermanos o sus tíos pero que a los más chicos impresionan y obligan a ceder el derecho tácito del liderazgo. Cruzar de cuando en cuando a la cancha, sólo para mirar la avenida en otra dirección como si ello cambiara la suerte de una tarde de siesta derretida.
Recuerdo el árbol que había en mi casa, antes de la reja, y cómo nosotros mismos nos subíamos a mirar por el puro gusto de subir. En el fondo no veíamos un carajo, pero era lindo el show vigía, achinar los ojos al horizonte recortado de edificios, fijando la vista en Cuarta Sur o en la subida de Avenida Progreso, llegando a los Tambores. Era más lindo, todavía, saltar del árbol hecho un jovencito de película y gritar con un conchetumare hermoso coronando la frase: ¡Pascuero!
El grito juntaba cabros chicos como un grito de guerra. Aparecían todavía más: de Valle Verde, del Sibaya y hasta de las cuadras de abajo llegando a Progreso, de la Centenario y más de algún aventurero de la Nueva Victoria que anunciaba, con su presencia, la caravana. Todos llegaban a la esquina sabiendo bien lo que había que hacer.
Y entonces, hermano chico en ristre, salía uno por el borde de la avenida, zumbido y luz, color en ciernes y creciendo, muchedumbre mosqueando en torno a la caravana y su chimuchina galopante reventando la siesta con su canto de bronces navideños y disfraces deshechos de tanto subir y bajar los camiones. El dibujito de moda modelado en papel maché, la canción del verano haciendo serpentear a las guaguas en brazos de sus madres que, tan apostólicas como guerreras, se acercan al borde del camión a pedir unas pastillas para el niño chico, mireló, que no puede andar corriendo. Algún disfrazado que reconoce una cara y entrega un puñado en silencio mientras el colega lanza el primer puñado en dirección opuesta. Algún afortunado del barrio peinado con el mejor estuco de gel y la camisa de fiesta esperando en la puerta, agarrándose los brazos por la pura expectación. Alguna familia que corretea de adentro hacia fuera bandeja en alto repartiendo cositas para los músicos y los chiquillos que se quedan arrojando pastillas como si la bendición fuera una bolita de azúcar sabor manzana, como si la música, las bombitas de agua y el bronce rajando el calor de la tarde, fueran la única razón de ser de diciembre, como si la misma Navidad sirviera nada más que para recorrer la ciudad liberando sonrisas, reuniendo cabros chicos ahí donde la peste se fuma a bocanadas de angustia, donde se disuelve la tarde en una cerveza mal habida o simplemente se cuece uno bajo el sol espantoso del hastío.
La foto de rigor con el regalo en una mano, pascuero brindando con el dueño de casa, hablando borroso y casi a los gritos, familia Miranda pegada a las ventanas ignorando a la mamá que dice, casi como un conjuro inútil, “No lo va a abrir hasta el 24”, sabiendo –ritual tan viejo como jocoso- que al cabo de dos días el papel estará roto en la esquina donde justo, qué casualidad, sale la marca, modelo o dibujo del famoso regalo que, justo justo, es lo que había estado pidiendo no sabe cuántas veces…Y alguien, antes de salir de la casa a seguir al pascuero, mastica envidioso que el suyo vendrá la próxima semana y que será más grande que éste, ya volteado de tanto brindis, medio desgreñado subiendo como puede al camión que parte de a poco.
El enjambre pergenio se aquieta como al acecho, otra bocina acusa en la otra esquina otro más y todos aprovechan por subir el volumen hasta enmudecer a la niña pobre de la novela a la que ya se le perdió el hilo porque, mientras el pascuero se va y la música se desvanece, otro rugido llega, otros disfraces y otra voz, otro pascuero con su cortina de júbilo golpeando el suelo a medida que pasa por la cuadra, todos los cabros chicos arrodillados, recogiendo sus sonrisas.
Si alguien me preguntara por algún recuerdo, la única respuesta posible sería diciembre en la esquina.
No pudo estar mejor contado, me transporte a esos momentos .
Tan bellos recuerdos que se atesoran en el corazón te amo hermanito
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