Siempre hay momentos en la vida dignos de olvidarse. Por trauma, porque la Vida y su azarosa escuela, las recordamos con la claridad que sólo la desgracia permite. Pero el tiempo nos ofrece la perspectiva, la distancia de los años, el duelo o la sencilla carcajada, y todo pasa a ser parte un inventario del cual incluso nos sentimos orgullosos. Es la sensación (agria casi todo el tiempo) de haber “llegado a alguna parte”.
También está la otra trinchera, esa que refugia nuestra alegría y acusa el triunfo, que suele fraguar lejanía y forma parte del álbum de fotos. Cuelga en las paredes de la casa, los jardines y pasillos, los espacios donde llega la luz, cosas que reúne a la gente en torno al fuego.
Es en el tránsito de una a otra donde el Espíritu se agrieta. Nunca es en vano, sobre todo cuando, se sabe, representan un presagio. De mi experiencia, conservo tres de ellas, conectadas por un Amazonas que ha terminado por arrojarme sobre el páramo del asombro. Probablemente, invocan el retrato hablado del Continente: Pablo de Rokha, nacido en Licantén y cuyo nombre legal fuera Carlos Díaz Loyola; César Vallejo, sin papel que aguante su embestida. Su mayor lujo fue inventar una palabra y escribir, al mismo tiempo, un libro que la contiene. Y Walt Whitman, con su verso fraterno y desmesurado. Su escritura es, junto a tantas cosas, la epopeya del brío humano. Y los tres han sido, en tiempo y permanencia, la miel y la sal de mis pasos.
Del primero supe algo por un amigo, que además fue responsable de empujarme a escribir. Sin embargo, lo descubrí mientras hacía una pasantía en una empresa minera en medio del desierto, el último año de secundaria. Después de la jornada, en el campamento, leía hasta quedarme dormido, sin música y completamente solo. Afuera crujía el salitre como si fuera el diablo bramando maldiciones. Adentro, de Rokha bramaba su dolor enfurecido. La página sangraba los lastres de su existencia, una tragedia que también representaba la Humanidad completa. Entonces, como caído del cielo, llegó un verso que pasó a formar parte de mi catálogo de consignas, justo en la época en la que vivir, precisamente, es la consigna por excelencia: “Soy el más santo de los brutos/ soy el más bruto de los santos”. Fue mi mejor explicación para mi adolescencia, mezcla de necedad y nobleza.
Vallejo fue, más que una estocada, la mano misma empujando el puñal. Viajaba con unos amigos por Bolivia y todo, por una suma de circunstancias, se había transformado en una broma. Era invierno y entramos a una librería para mirar y buscar abrigo. Entonces, con una sensación magnética y el recuerdo de haberme desprendido del libro sin siquiera haberlo leído –se lo regalé a un poeta iquiqueño el mismo día que me lo compré- , lo saco de la estantería vomitando con un nudo en la garganta: “Hay golpes en la vida tan fuertes… yo no sé!”, fulminado. Nada más ridículo podría haber pasado, pero la herida ya estaba abierta.
Whitman ha sido –sobre todo ahora- el deseo y el viaje. Primero el deseo, la intuición de que todo estaba fuera, y sentir todo el tiempo que el otro escondía la palabra que me faltaba. Después el viaje, la maravilla y el terror que esconden, la incertidumbre y el descubrimiento, la dureza del silencio y la permanente muchedumbre con el corazón abierto. Estos versos, aunque folklóricos después de su largo ultraje, son también un llamado, jamás el final de estas palabras: “And what I asume you shall asume,/ For every atom belonging to me as good as belongs to you.”